Actualizados, pero no creados: el videojuego y la ruina del verbo original
Hubo una palabra que definió la esencia del videojuego en su edad dorada: creación. Era un verbo luminoso, casi sagrado, que evocaba la aventura de inventar desde la nada. Crear significaba dibujar un mundo nuevo, forjar una historia inédita, una melodía que nadie había escuchado, un personaje que de pronto se volvía universal. Crear era un acto de fe y de riesgo, un salto al vacío sin red donde el videojuego encontraba su alma artística.
Hoy, en cambio, el verbo dominante es otro: actualizar. Y en esa sustitución silenciosa se esconde toda una tragedia cultural. Porque actualizar no es crear: es prolongar lo existente, mantener con vida lo que ya fue, remendar lo que se agota. La actualización, nacida como herramienta práctica, se ha convertido en el corazón ideológico del videojuego contemporáneo. Cada semana, cada mes, un parche, una expansión, una secuela. La creatividad ha sido reemplazada por la persistencia.

Donde antes había mundos nuevos, ahora hay versiones. Donde había comienzos, ahora hay continuaciones. Los estudios que antaño soñaban con crear universos propios, ahora viven pendientes de mantenerlos en respiración asistida. Y los jugadores, acostumbrados al ciclo infinito de mejoras, updates y reinicios, ya no esperan lo desconocido: esperan lo mismo, pero pulido, corregido, optimizado.

La palabra “parche” resulta simbólica: suena más a herida que a promesa. Cada parche es una confesión de que el juego no estaba listo, de que el impulso creativo fue sustituido por la urgencia del calendario y el mercado. Pero, sobre todo, es un recordatorio de que una rueda parcheada nunca gira igual que una nueva. Avanza, sí, pero ya no vibra con la misma ilusión de movimiento.
El videojuego actual vive atrapado en esa paradoja: tecnológicamente, es más poderoso que nunca; espiritualmente, más cautivo que en sus orígenes. Las sagas se repiten hasta el cansancio, las mecánicas se reciclan como dogmas, las ideas frescas mueren bajo la estadística del riesgo. Crear es caro, incierto, lento. Actualizar, en cambio, es rentable, rápido y cuantificable. Así, el verbo original —ese que definía la identidad del medio— se desvanece bajo la lógica de la obsolescencia programada.

Y, sin embargo, aún hay destellos. Pequeños estudios, programadores solitarios, colectivos independientes que vuelven a la raíz: no a la actualización, sino al gesto de crear como acto de resistencia. En ellos pervive el espíritu que hizo grande al videojuego: la voluntad de construir un lenguaje propio, de imaginar lo imposible, de fallar con belleza antes que triunfar en bucle.
Tal vez el videojuego contemporáneo no haya perdido del todo su alma, pero sí la ha puesto en pausa. Está en un eterno modo suspensión, esperando su próxima actualización. Lo que nos queda es recordar que el arte —y el juego, cuando lo es de verdad— no se actualiza: se crea, o no existe.
Y quizás, algún día, cuando alguien vuelva a pronunciar con orgullo la palabra creación, sentiremos que el videojuego, ese arte del asombro, ha despertado de nuevo.