El gran error de Phil Spencer: cómo Xbox olvidó la fórmula secreta que la hizo legendaria con Xbox 360
La historia del videojuego, pese a su incesante innovación tecnológica, suele girar en torno a una verdad tan antigua como constante: los jugadores solo piden jugar bien. Ni más ni menos. Y sin embargo, parece que en algún punto del trayecto —quizá tras el auge del Game Pass o el vértigo de las adquisiciones— Xbox olvidó este principio esencial.
Porque al final, y pese a todo el ruido que envuelve a la industria, la fórmula del éxito era, y sigue siendo, sencilla: fabrica una buena consola, crea grandes juegos exclusivos, enseña a tu público a valorar lo que compra, cuida los mercados locales, mantén vivo el formato físico… y espera. Las ganancias llegarán, como en los días dorados de Xbox 360.
Cuando comenzó la caída
La debacle de Xbox no comenzó en la era moderna de los servicios digitales, sino en aquel fatídico 2013 con la presentación de Xbox One. Aquella tarde quedó grabada en la memoria colectiva como el punto de inflexión donde Microsoft decidió vender un sistema multimedia en lugar de una consola de videojuegos. Requisitos de conexión permanente, un Kinect obligatorio y la prohibición del mercado de segunda mano: tres golpes de martillo a la confianza del consumidor.

Mientras tanto, Sony, con una teatralidad digna del marketing clásico, lanzaba su mítico vídeo de “cómo prestar un juego a tu amigo en PS4”. Un gesto tan simple como demoledor. Fue el triunfo de la empatía frente al cálculo corporativo. La generación ya estaba perdida antes de empezar.
Phil Spencer lo reconocería después con dolorosa franqueza: “Perder la generación de Xbox One fue la peor que pudimos perder”.
Y tenía razón. No solo por las ventas —60 millones frente a los casi 120 de PlayStation 4—, sino por lo que implicó emocionalmente: Xbox dejó de ser sinónimo de ilusión.
Game Pass: del mito al espejismo
El lanzamiento de Game Pass en 2017 fue recibido como una idea revolucionaria. La promesa de “el Netflix de los videojuegos” resonaba moderna, accesible, incluso generosa. Por diez dólares al mes, el jugador podía acceder a todo el catálogo, incluyendo estrenos de primer día.
Pero la industria del videojuego, a diferencia de la cinematográfica, no se sostiene en la cantidad, sino en el vínculo emocional. Jugar no es consumir, es habitar. Y ese vínculo no puede florecer cuando se convierte la obra en algo desechable, efímero, incluido en un plan mensual.

Game Pass prosperó durante la pandemia, pero cuando el mundo volvió a la normalidad, el encanto se disipó. Los usuarios no querían catálogos infinitos, sino mundos memorables. Querían otro Halo 3, otro Gears of War 2, otro Fable. Juegos que definieran una época, no suscripciones que diluyeran el valor de cada experiencia.
Microsoft creyó que comprando estudios como Bethesda o Activision adquiriría también ese espíritu creativo, pero no se compra el alma del juego con talonarios. Se cultiva, se escucha, se espera.
Las adquisiciones y el espejismo del poder
La compra de Bethesda en 2020 y de Activision en 2023 parecían pasos firmes hacia la hegemonía. Microsoft poseía ahora sagas colosales: Doom, Fallout, Call of Duty. Pero el poder no garantiza dirección.
El debut de Starfield fue más una demostración de marketing que una revelación artística. Y mientras Redfall caía en el olvido, Hi-Fi Rush, pese a su encanto, fue relegado a símbolo de resistencia menor.

Todo este movimiento corporativo culminó en un gesto tan simbólico como inquietante: Xbox lanzando sus propios juegos en PlayStation.
Era la admisión tácita de derrota. No una derrota técnica, sino filosófica. La de una compañía que, habiendo olvidado lo que significaba ser “marca”, se convirtió en distribuidora de sí misma.
De SEGA a Microsoft: el eco de un destino
El caso de Xbox evoca inevitablemente el ocaso de SEGA. A mediados de los 90, Dreamcast fue una consola brillante, pero la empresa se había desconectado del pulso del público.
Hoy, Microsoft camina sobre ese mismo filo. No porque no tenga recursos, sino porque ha dejado de comprender la naturaleza del deseo del jugador.
Los servicios, la nube, la suscripción… son estructuras vacías si no se llenan de pasión.

Sony y Nintendo, con sus aciertos y errores, siguen entendiendo el ritual ancestral del juego: el placer de abrir una caja, de descubrir un mundo, de oír la música del inicio.
Xbox, en cambio, convirtió su identidad en un plan de negocio.
La sencilla verdad que olvidaron
Phil Spencer y los suyos podrían haber recordado algo que la Xbox 360 demostró con espléndida claridad: el éxito no se fabrica con fusiones ni algoritmos, sino con fe en el jugador.
Esa consola triunfó no porque fuese la más potente, sino porque ofreció Gears, Halo 3, Mass Effect, Lost Odyssey… porque se respiraba ilusión y respeto.
No había trampa ni modelo de suscripción que tradujera el acto esencial: pagar por algo que se ama y sentir que vale cada centavo.
Y así, tras tanto ruido, el panorama se reduce a una ecuación vieja como el propio medio:
Fabrica una buena consola. Crea buenos juegos. Educa al jugador en el valor de lo que compra. Cuida tu presencia global. Mantén vivo el formato físico. Y espera.
El resto —las fusiones, las guerras de servicios, las estrategias de streaming— no son más que humo.
Porque, al final, la historia de Xbox no es la de un fracaso tecnológico, sino la de una compañía que se olvidó de algo tan simple como jugar bien.