Anya Taylor-Joy y la desnudez sagrada: el cuerpo como territorio mítico en el cine de Robert Eggers
Hay directores que filman cuerpos; Robert Eggers filma presencias. En su cine, la carne no es superficie sino lenguaje. Un lenguaje que tiembla, sangra y reza. En The Northman (2022), esa gramática alcanza su plenitud a través de Anya Taylor-Joy, cuyo personaje, Olga de la Selva de Abedul, encarna la reconciliación del cuerpo femenino con la naturaleza primigenia.
Cuando Olga aparece desnuda ante la cámara, Eggers no muestra una mujer: revela un símbolo. La escena, lejos de toda sensualidad epidérmica, evoca la liturgia de lo natural, la fusión entre el cuerpo y la tierra, entre el instinto y el cosmos. Es la desnudez como exorcismo. El cuerpo no como mercancía, sino como memoria del mundo.

La luz de la secuencia es húmeda, casi orgánica. La piel parece respirar el mismo aire que los bosques y los ríos. Todo está filmado con la gravedad de un rito ancestral. Olga no se entrega, se transforma. Eggers la inscribe en una tradición visual que podríamos rastrear desde las figuras de las Evas medievales hasta las ninfas de Waterhouse: seres limítrofes que encarnan tanto la inocencia como la amenaza.
El cuerpo como resistencia espiritual
En The Witch (2015), Eggers ya había trazado el primer mapa de su obsesión por la pureza corrompida. Allí, Taylor-Joy era Thomasin, la joven que pasaba de ser víctima a bruja, del cuerpo reprimido al cuerpo emancipado. Su desnudez final, en la ascensión nocturna junto al aquelarre, era la liberación de siglos de culpa puritana.
En The Northman, esa evolución encuentra su reflejo. Olga no nace de la represión, sino del barro. No busca el poder, sino la simbiosis. Si Thomasin ascendía al cielo como bruja, Olga se disuelve en la tierra como deidad pagana. Ambas se despojan del ropaje de la civilización, pero con sentidos opuestos: una huye del dogma, la otra regresa al origen.

Eggers convierte así la desnudez en un lenguaje espiritual, un modo de rebelión contra las estructuras patriarcales y las ficciones morales que el cristianismo impuso sobre el cuerpo femenino. En su universo, desnudarse es recordar: recordar lo animal, lo telúrico, lo que late debajo de la palabra “pecado”.
Mitología y carnalidad
La tradición nórdica que envuelve The Northman añade una capa de tragedia. En la mitología escandinava, el cuerpo no es enemigo del alma, sino su extensión material. El guerrero, la madre, la bruja o la valquiria actúan movidos por un mismo impulso vital: servir al destino. La carne no se reprime, se consagra.
Por eso Olga, al mostrarse sin artificio, se hermana con los dioses que no conocen el pudor. La escena en que se baña bajo la luna no es erótica, sino profética: un renacimiento bajo el signo del agua, un recordatorio de que el cuerpo femenino es también el territorio donde la historia se escribe.
En este sentido, Eggers se opone frontalmente a la mirada contemporánea del cuerpo en el cine. Mientras Hollywood reduce la desnudez a estímulo o escándalo, él la devuelve a su espacio original: el del mito. En The Lighthouse (2019), esa pulsión masculina y reprimida se retuerce hasta el delirio: los cuerpos se hunden en la locura, buscando la revelación. En The Northman, en cambio, el cuerpo encuentra su lugar: no como cárcel, sino como templo.

Anya Taylor-Joy: sacerdotisa de lo ambiguo
Hay en Anya Taylor-Joy una cualidad casi preternatural. Su rostro, de geometría imposible, parece ajeno al tiempo. No pertenece del todo al presente ni al pasado: es una figura del intersticio. Esa condición la convierte en la intérprete ideal para Eggers, un director que filma lo invisible, lo liminal.
Su interpretación en The Northman no es emocional, sino ritual. Habla con los ojos, con la respiración, con el ritmo de quien escucha los latidos de la tierra. Cuando se desnuda, no lo hace para el espectador, sino para la luna. Es un acto de comunión.
En ese instante, la película se detiene. El relato de venganza masculina se disuelve en un paréntesis de pureza. Olga representa la posibilidad de redención que Amleth —el protagonista vengador— nunca comprenderá del todo. Ella no destruye ni conquista: renace.
Epílogo: la desnudez como forma de verdad
The Northman es, ante todo, una elegía. Una sinfonía de barro, sangre y fuego que busca reencontrar al ser humano con su mito. En su centro, Anya Taylor-Joy se erige como el eje de ese universo simbólico: la carne iluminada por la intuición ancestral de que no somos dueños del mundo, sino sus huéspedes.

Su desnudez no pertenece al erotismo, sino a la verdad. Es la verdad del cuerpo que aún recuerda el idioma de los árboles y el rumor de los dioses olvidados.
Y quizá ahí resida el verdadero poder del cine de Eggers: recordarnos que antes del espectáculo, antes del diálogo, antes incluso de la historia, existía algo más antiguo y esencial —la imagen del cuerpo humano respirando ante la vastedad del cosmos.
Ese instante en que el cine deja de narrar… y empieza a invocar.