Análisis de Ninja Gaiden 4: el vértigo de una era perdida
Hay algo casi anacrónico en Ninja Gaiden 4. En un panorama donde los juegos buscan ser accesibles, narrativos o contemplativos, la nueva obra del tándem Team Ninja y PlatinumGames irrumpe como un fósil viviente, una pieza de museo que se niega a desaparecer. Es el recuerdo de una época en la que la destreza del jugador era la única narrativa posible, y donde morir —una y otra vez— era una forma de meditación.
Porque Ninja Gaiden 4 no se juega: se sobrevive.
Y en ese acto casi masoquista hay algo de belleza.
Esta cuarta entrega no intenta seducir al público moderno; más bien lo provoca. Es una obra que huele a arcade, a sudor, a dedos entumecidos, pero reescrita con la energía eléctrica de las nuevas máquinas. Su protagonista, Yakumo del Clan del Cuervo, camina entre los restos de Tokio bajo una lluvia que parece eterna, buscando redención entre demonios y metralla. No hay sentimentalismo, ni giros argumentales: solo acero, ritmo y precisión.

El alma del juego no reside en la historia —nunca lo ha hecho en esta saga— sino en la pureza de su gesto jugable, en la danza exacta entre parry, esquiva y contraataque. Platinum introduce su sello reconocible —ese “tiempo brujo” heredado de Bayonetta— pero aquí no hay glamour ni divas del infierno: hay furia contenida, violencia metódica, velocidad que duele. Ninja Gaiden 4 no se admira: se domina o te destruye.
Frente a la gravedad casi litúrgica de los mundos de Miyazaki, el juego de Platinum responde con un pulso nervioso, el hermano hipercinético del alma “soulslike”, un videojuego que cambia la introspección por el impulso, la paciencia por el reflejo. Si Dark Souls es una misa, Ninja Gaiden 4 es un solo de batería en mitad de un tifón.

Y, sin embargo, en esa brutalidad late una nostalgia. La de una era donde la dificultad no era marketing sino identidad; donde superar el reto era un acto de orgullo personal. Ninja Gaiden 4 revive esa pulsión, esa necesidad casi narcisista del jugador moderno por demostrar que su yo pesa más que la propia obra, que la victoria es una declaración estética. En ese sentido, el juego no se enfrenta a From Software: le responde con una carcajada temblorosa y sangrienta.
Visualmente, es una sinfonía de anacronismos: Tokio convertida en templo cibernético, samuráis revestidos de titanio, demonios de neón que mueren bajo katanas que cortan la luz. Su diseño visual es un viaje hacia atrás en el tiempo, hacia la era de los 128 bits, pero pasado por el músculo técnico del presente. Cada golpe deja una estela de partículas, un eco digital del cine de acción japonés y del videojuego de salón.

Por momentos, el vértigo se interrumpe: algunos jefes carecen de alma, los escenarios son más decorado que mundo. Pero incluso esos tropiezos parecen parte de su esencia: Ninja Gaiden 4 no busca la perfección, sino la pureza, esa sensación de estar jugando algo que ya no debería existir en 2025, algo demasiado exigente, demasiado crudo, demasiado humano.
El resultado es un título de otra época y de otra velocidad, un manifiesto contra el confort del jugador contemporáneo. Es la rabia de un ninja que no quiere ser olvidado, un canto de acero a la era en que los videojuegos no pedían compasión, sino entrega total.
Y si el arte del videojuego tiene aún un corazón que late entre el sudor y el reflejo,
ahí, entre el filo y el error, Ninja Gaiden 4 lo mantiene vivo.