Los dioses del monte político español

Desde hace años, la política española abandonó el suelo que pisa el pueblo. Dejó atrás las calles, los patios, los cafés donde antes se gestaban las ideas y las rabias, para instalarse en un monte elevado, invisible y autocomplaciente: su particular Olimpo. Allí, los nuevos dioses —revestidos de moral pública, discurso social y causa colectiva— observan desde las alturas cómo la multitud se aglomera en los barrios, en los trenes, en los portales húmedos de cada día.

Desde esa nube dorada de poder simbólico, dictan leyes y sermones, convencidos de que la realidad se ajustará a su verbo. Pero la realidad —esa criatura que no entiende de dogmas ni de argumentarios— sigue arando con las manos, sigue pagando facturas, sigue buscando en la educación o en la sanidad una esperanza que ya no está.

El episodio reciente que revela que el presidente Pedro Sánchez ha enviado a su hija a una universidad privada católica —mientras su Gobierno aprieta el cerco contra el sistema privado— no es una anécdota: es una parábola. Del mismo modo que lo es el gesto de Pablo Iglesias e Irene Montero, que tras años de condenar el elitismo de la educación privada, han matriculado a sus hijos en un colegio de ese mismo corte.

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En ambos casos no hay pecado en el acto, sino en la fábula. Lo inquietante no es que las élites políticas busquen lo mejor para sus hijos, sino que lo hagan mientras censuran y dificultan que otros —los que no habitan su Olimpo— puedan elegir lo mismo. Su moral es gaseosa, adaptable, como el aire que se respira en las cumbres: cambia de forma según el viento.

El pueblo, abajo, asiste a este teatro de contradicciones con una mezcla de hastío y resignación. Se le pide sacrificio, se le sermonea sobre justicia social, se le invita a confiar en un Estado que ya no vive entre ellos. Y mientras tanto, en el monte sagrado, los dioses de la política cambian sus tronos, se reparten los rayos del relato y siguen bajando, de cuando en cuando, a visitar la tierra para inaugurar algo o posar entre los mortales.

La brecha ya no es solo económica. Es emocional, espiritual, vital. El lenguaje mismo de los gobernantes parece diseñado para seres que no existen fuera del palacio. Hablan de “modelos educativos inclusivos”, de “estructuras de igualdad”, de “paradigmas de sostenibilidad” mientras el ciudadano busca trabajo, paga un alquiler desorbitado o espera en una lista médica interminable.

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El mito político contemporáneo se ha convertido en una suerte de religión laica: cada partido tiene su credo, sus sacerdotes y su dogma. Pero el altar está vacío. La política, en su desconexión con el suelo, ha perdido la gravedad que la unía a la tierra.

Y así seguimos: los de arriba, en su monte, convencidos de crear el mundo; los de abajo, en los barrios, hacinados en sus guetos de realidad. Unos creen estar escribiendo la historia; otros solo intentan llegar a fin de mes. Entre ambos, el aire se espesa, la palabra “verdad” se desvanece, y el mito de la democracia representativa se transforma, lentamente, en una fábula griega más, donde los dioses juegan a ser humanos y los humanos apenas sirven de excusa para su existencia.

Porque quizá, después de todo, no gobiernan hombres ni mujeres: gobiernan personajes. Y el escenario, cada vez más, parece un teatro donde los aplausos son grabados y la vida real —esa que aún late en la tierra— queda fuera del plano.

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