La educación de una reina como figura política real

En una época donde el poder parece haberse reducido a un espectáculo de eslóganes y alianzas efímeras, la figura de la monarquía —tan observada, tan discutida, tan ceremonial— contiene un enigma que merece una mirada más profunda: ¿por qué los únicos formados desde la cuna para servir al país carecen, paradójicamente, de poder real para hacerlo?

La princesa Leonor, en su juventud disciplinada y sobria, representa quizá la última heredera de una forma de entender el gobierno que no nace de la ambición, sino del deber. Mientras otros muchachos de su edad se pierden en la confusión moderna de identidades, ideologías y pantallas, ella aprende el rigor del mando, la responsabilidad de la palabra, la necesidad del ejemplo. Su educación —militar, cívica, institucional— no se limita a un currículo; es una forja silenciosa del carácter.

La diferencia esencial entre la formación de un monarca y la de un político estriba en el origen de su vocación. Nadie “nace” político: no existe el don de la gobernanza espontánea, ni la inspiración divina del partido. El político surge del deseo de influir, de la construcción de un yo público, del impulso de convencer o dominar. Su talento se gesta en la familia, en los debates domésticos, en los patios de colegio y más tarde en los claustros universitarios, donde se aprende el arte del discurso, no necesariamente el del servicio.

El monarca, en cambio, es educado para ser un símbolo antes que un individuo. Su formación no se alimenta de la ambición, sino de la preparación. No defiende banderas de color, sino la estructura misma del Estado que sostiene esas banderas. Su neutralidad no es una carencia: es una virtud que los políticos han olvidado. Porque quien no pertenece a ningún bando puede, con justicia, velar por todos.

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La España contemporánea ha reducido a la monarquía a un gesto, a un protocolo, a un retrato colgado en los despachos. Pero, ¿y si en esa figura ornamental descansara la última oportunidad de un equilibrio perdido? ¿Y si el hecho de haber sido educada para reinar —no gobernar, en su acepción partidista, sino arbitrar, unir, encarnar— otorgara a la Corona un valor que la democracia pragmática ha olvidado?

El poder político actual no se mide en sabiduría, sino en estrategia. Los líderes cambian de convicciones como quien cambia de traje, y el ciudadano, hastiado, apenas distingue ya la diferencia entre uno y otro. Frente a ellos, la monarquía ofrece continuidad, coherencia, formación. No improvisa. No compite. No mendiga votos. Representa una idea más antigua y, por ello, más sólida: que el poder, para ser justo, debe estar despojado de deseo.

Leonor de Borbón cumple veinte años y avanza hacia su destino con una serenidad que contrasta con la crispación que domina el foro político. Quizá su figura, aún tímida, sea el recordatorio de que el liderazgo verdadero no necesita ruido. Tal vez España debería permitir que esa formación —que ese linaje de responsabilidad aprendida— tuviera una voz más audible en el gobierno del país.

Porque en un mundo donde los políticos han convertido la democracia en un mercado, la monarquía podría volver a ser el contrapeso moral: el arte de mandar sin imponerse, de guiar sin dividir, de representar sin poseer. Un poder limpio de cálculo, nacido no del deseo de ascender, sino del deber de servir.

Y acaso ahí, en ese silencio formativo, se halle la diferencia entre el que aspira a mandar y el que ha sido preparado para reinar. Y es de ahí que quizás, nuestra monarquía podría ayudar a conservar una España más neutral y menos polarizada. No se trata de volver al pasado del monarca como rey dictatorial sino de aprovechar como complemento real política una figura nacida para eso.

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