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Cómo el contenido de las plataformas está destruyendo el cine y vaciando las salas

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El contenido que devora al cine

Hay un susurro en la penumbra de las salas vacías que suena a despedida. No es solo la melancolía de los butacones sin cuerpo que los caliente, ni el temblor mudo de las alfombras gastadas, sino la conciencia incómoda de que un viejo rito se está extinguiendo. El cine, entendido como arte mayor y como ceremonia colectiva, desfallece bajo el peso del nuevo tótem cultural: el contenido.

La palabra es brutal en su simpleza. Contenido. Una espuma sin forma que sirve para llenar cualquier recipiente, para fluir sin personalidad por el algoritmo, para entretener sin incomodar, para producir sin pausas. Las plataformas han consolidado un modelo de creación abundante que ya no nace de la alquimia fílmica, sino del automatismo industrial. Es un sistema que funciona porque es barato, cómodo y perfectamente digerible. El espectador lo ha abrazado como quien acepta comida rápida cuando ya no recuerda el sabor de un guiso cocinado a fuego lento.

680a070c3b99253410dd469c_67ddbe8519546d23054832db_Streaming_Thumbnail-1024x590 Cómo el contenido de las plataformas está destruyendo el cine y vaciando las salas

Incluso las películas nacidas dentro de estas plataformas comparten ADN con el flujo seriado. No parten del rigor de una producción cinematográfica clásica, ni de sus silencios, ni de su textura sensorial, ni de esa obsesión casi religiosa por la escala. Nacen de informes de usuario, de métricas, de criterios de retención. El cine siempre dialogó con la industria, pero nunca había sido domesticado con tanta docilidad.

La consecuencia es visible a simple vista. Las salas se vacían. El aire de los cines, que antes vibraba con el rumor de la expectación, hoy tiene un olor de museo que nadie quiere reconocer. Con esa caída de público también se evaporan las inversiones en grandes películas no blockbuster. Ese territorio sagrado que un día permitía crear obras como La misión, Siete años en el Tíbet, Memorias de África, Lo que el viento se llevó, Ben-Hur, 2001. Una odisea del espacio, Barry Lyndon, E.T., Braveheart, Bailando con lobos o Sin perdón se ha transformado en un erial donde la épica artística ya no tiene hueco. No porque el talento haya desaparecido, sino porque el ecosistema que necesitaba para florecer ha sido devorado por el contenido barato y plano que impone el streaming.

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Se ha perdido la noción de acontecimiento. De película que exige que uno salga de casa, atraviese la ciudad, se siente a oscuras y se disponga a recibir una experiencia que no puede pausar ni diluir entre notificaciones. Las plataformas han educado al espectador en la fragmentación, en el consumo sin compromiso, en la idea de que todo es intercambiable. El cine exigía devoción; el contenido pide solo tiempo muerto.

Este cambio de paradigma no es una tragedia inevitable, aunque su sombra sea larga. Si las plataformas quisieran, podrían devolver al cine algo de su grandeza. Podrían arriesgar, interrumpir la producción al por mayor y recordar que una película, para ser película, necesita respirar, equivocarse, crecer y desafiar. Necesita textura, piel, luz verdadera, conflicto real. Necesita, en definitiva, una mirada.

Quizá el futuro nos depare una reacción, un renacimiento, una generación que descubra que el algoritmo es incapaz de crear una obra que trascienda. Tal vez la humanidad vuelva a reclamar historias que no se consuman como una botella de agua sino como un vino que embriaga, que acompaña, que transforma.

Hasta entonces seguimos aquí, escuchando el eco de un cine que se desvanece. No está muerto, aunque a veces parezca dormido en la última fila de un multiplex vacío. Espera. Respira. Y quizá, con un poco de suerte, vuelva a alzarse para recordarnos que el arte no es contenido, igual que un latido no es un metrónomo. Es algo más vivo, más frágil, más necesario. Es cine.

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