El videojuego vestido de Barbie de domingo: crónica de una industria que cambió el combate por el vestidor
En los pasillos fluorescentes del ocio digital, aquellos donde antaño resonaban los acordes polifónicos de la ambición y el riesgo creativo, hoy se escuchan otros sonidos: el tintinear de cajas de botín, el susurro sedoso de un traje épico rotando en cámara lenta, el clic compulsivo de quien busca no la victoria, sino la combinación cromática perfecta. Los videojuegos —aquellos templos interactivos donde se conjugaban la brutalidad lúdica de Doom, la exploración espiritual de Shadow of the Colossus o la geometría rígida del combate en Street Fighter— parecen haber mutado en una boutique infinita donde el gameplay es apenas un perchero.

La industria, otrora levantada sobre la ingeniería lúdica, ha encontrado un espejo rosa en el que contemplarse: el maletín de la señorita Pepis. Y no es que juguemos, vestimos. No es que dominemos sistemas, deslizamos catálogos. Fortnite nos ofrece convertirnos en Darth Vader un lunes, Goku un jueves y Eminem un domingo; Roblox transforma mundos en probadores infinitos; Minecraft, aquel lienzo matemático, se vende ahora en texturas premium como si la creatividad necesitara costuras de marca; Call of Duty —paradigma del poder balístico y la testosterona digital— nos ofrece trajes neón y operadores con orejas de gato. Si mañana descubro que habrá un DLC para darle el biberón al soldado, quizás solo me quede aplaudir la coherencia del delirio.
Algo se rompió. Y no fue la diversión, sino el sentido.

El desplazamiento del rito lúdico
En su edad dorada, el videojuego era una tesis interactiva sobre la dificultad, una declaración artística de intenciones: dominar el input, aprender el ritmo secreto del enemigo, romper el obstáculo mediante intuición, práctica y sangre digital. Hoy, el progreso no se consigue matando un dragón, sino equipándose uno.
El mérito queda sustituido por el look. La frontera entre jugar y posar se ha desdibujado.
Si en los años 90 ganar una partida significaba una cicatriz psicológica y una historia para contar, hoy ganar consiste en ser el más vistoso. “Mira mi skin reactiva” ha reemplazado “mira mi habilidad”. Y este desvío emocional —esta rendición ante la estética adquiriendo valor por encima de la experiencia— refleja una mutación generacional: se juega para ser vistos, no para ver.

La estética corporativa y la muerte del diseño
Lo más irónico es que, en esta fiebre por los cosméticos, la creatividad subyacente se disuelve: los mundos se repiten, las mecánicas se reciclan, la arquitectura lúdica se reduce a decorado. Las texturas son nuevas, pero el alma no cambia.
La industria ha descubierto un acto de magia negra económica: reemplazar la ambición con guardarropas. Es más fácil vender un disfraz que diseñar un sistema.
Antes, los videojuegos buscaban alcanzar la música, la literatura, la pintura; hoy compiten con Zara, Sephora y las rebajas de enero.

¿Y ahora qué?
Quizás este tránsito no sea decadencia, sino mutación. Toda cultura vuelve a lo infantil. Y vestir avatares es la versión digital de aquellas muñecas de plástico con zapatos imposibles. Solo que ahora las muñecas tienen rifles automáticos, granadas de fósforo y pases de batalla.
La cuestión no es demonizar el skin —la moda también es lenguaje— sino lamentar lo que está sustituyendo: la idea de jugar como acto trascendente, comunitario, artístico, rebelde.
Mientras tanto, seguiremos comprando el nuevo traje cyberpunk fluorescente, diciéndonos que eso nos hace mejores jugadores, mientras el videojuego, agotado, posa en el escaparate con una sonrisa hueca.
Quizás la verdadera partida ahora consista en recordar que el mando no nació para combinar colores, sino para combatir el mundo.
Y si algún día aparece ese soldado con chupete, quién sabe… tal vez ya estemos preparados para arroparlo.




