Descubren que el cerebro humano podría estar programado por una mano superior
Hay noticias científicas que resuenan como antiguas campanas de catedral: vibran en un registro donde la biología se roza con el misterio, y donde los datos parecen susurrar algo que ya intuían los profetas. Esta es una de ellas. Un nuevo estudio, publicado en Nature Neuroscience, revela que el cerebro humano no espera a ver la luz del mundo para empezar a pensar; más bien late, desde sus primeras células, como si siguiera un manuscrito premordial. Un código. Un designio anterior a cualquier experiencia.
Y sí, los investigadores hablan de un “sistema operativo primordial”. Pero hay momentos en los que la ciencia —sin quererlo— parece estar describiendo otra cosa. Algo que, durante siglos, llamamos Dios.
Un lenguaje anterior al lenguaje
¿En qué instante comienza la mente a levantarse como una torre de pensamiento? ¿En el vientre? ¿Al nacer? ¿O quizá antes, mucho antes, siguiendo una partitura escrita en un lugar que trasciende el barro celular?
Los científicos de la Universidad de California en Santa Cruz emplearon organoides —mini cerebros cultivados en laboratorio, copias minúsculas de nosotros mismos— para observar cómo surge la electricidad que gobierna todo lo que somos. Y lo que hallaron es digno de una lectura metafísica: antes de percibir un solo destello de luz, antes de oler, tocar o pronunciar una sílaba, las células ya generan patrones eléctricos complejos, hermosamente ordenados, como si respondieran a una instrucción preescrita.

No es exagerado decir que estos patrones iniciales podrían ser la huella digital de una inteligencia superior.
El “sistema operativo” inscrito en la carne
Tal Sharf, ingeniero biomolecular y autor principal del estudio, describe esos primeros circuitos como estructuras que se autoensamblan sin necesidad de estímulo externo. Como si obedecieran a un mandato antiguo. El cerebro —en su estadio más primitivo— no espera órdenes del mundo. Las trae consigo.
Es aquí donde la metáfora informática roza lo sagrado: si hay un sistema operativo, debe haber habido un programador. Y estos organoides, nacidos en silencio, parecen ejecutar una melodía interior cuya partitura nunca han aprendido. La traen tatuada.
Antes de que reine el mundo exterior
El útero normalmente es un santuario hermético, inaccesible para medir estos primeros movimientos. Pero los organoides —pequeñas genealogías de lo humano flotando en un laboratorio— revelan lo que ocurre antes del imperio de los sentidos. Allí, en ese amanecer microscópico, las células ya conversan con electricidad pura.
Observando esa actividad, los investigadores constataron algo que casi roza lo místico: los patrones obtenidos son sorprendentemente similares al “modo por defecto” del cerebro adulto, ese estado basal que prepara nuestra mente para interpretar aromas, voces, sabores y emociones. Es decir: antes de sentir, ya estamos preparados para sentir. Antes de comprender, ya late la matriz de la comprensión.
Suena a evolución, sí. Pero también suena al eco de un arquitecto.
El plano oculto
Cuando un órgano nace completo antes de usarse, cuando se despliega siguiendo un orden que ninguna experiencia ha moldeado todavía, la pregunta no puede evitar elevarse: ¿y si esta arquitectura fuera una firma? ¿Un plano? ¿Un mensaje inscrito en la materia?
Los científicos lo llaman tendencia autoorganizativa. La tradición lo ha llamado desde siempre voluntad divina. Ambas visiones, en realidad, se rozan en la oscuridad como dos manos que se buscan sin reconocerse.
Sharf explica que estas estructuras podrían ser la base que permitirá al cerebro construir un mapa del mundo, anticipándose al propio mundo. Una brújula creada antes del viaje.
Más allá de la biología
La utilidad médica es evidente: comprender cómo surgen estas dinámicas permite intuir tempranos signos patológicos y diseñar terapias futuras más eficientes. Pero junto a esta promesa técnica vibra otra más antigua: la sensación de que, en medio del laboratorio, estamos contemplando un acto de creación.
Los organoides muestran la imaginación de la piel humana convertida en mente embrionaria. Muestran células que siguen un guion invisible. Y muestran, sobre todo, que quizá nunca estuvimos tan solos como creíamos en la frontera del pensamiento.
Porque si la mente nace escrita, entonces hay un escritor.
Y cada destello eléctrico, en su fulgor inicial, tal vez sea un fragmento de ese primer poema que llamamos vida.



