Crítica de Puñales por la espalda: De entre los muertos: Otro rey tuerto en el gran páramo audiovisual

Vivimos en una época donde el cine, ese viejo animal de luz que un día rugía en pantallas de celuloide, se ha vuelto dócil como un algoritmo. Netflix dicta modas, las plataformas deciden qué pensamos ver, y el gran público se alimenta de productos perfectamente embalados, sin aspereza, sin textura, sin esa vibración que sólo el arte verdadero sabe dejar en la piel. En ese contexto de brillo muerto y consumos instantáneos, que una película destaque ya no es sinónimo de excelencia, sino de contraste: basta con que tenga pulso para parecer un milagro. Por eso Puñales por la espalda: De entre los muertos se alza como una de las mejores del año… porque el año, ay, tampoco ha puesto el listón muy alto.

Y aun así, Rian Johnson, ese artesano que todavía cree en las reglas del juego y en la belleza del truco bien ejecutado, logra aquí la mejor entrega de su saga. No porque la franquicia sea la panacea —más bien ha sido, hasta ahora, un terreno simpático pero irregular—, sino porque en un paisaje de ciegos, esta película lleva un ojo muy abierto y curioso. Con eso, hoy, basta para coronarla.

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El misterio como refugio en tiempos de algoritmos

Desde Los crímenes de la Rue Morgue hasta Poirot, el misterio ha sido un pequeño templo donde la inteligencia y el ingenio aún se permiten bailar. Johnson, consciente de que el espectador moderno vive rodeado de spoilers involuntarios y trucos circulando por TikTok en versiones comprimidas, se ve obligado a reinventar cada giro, cada pista, cada respiración narrativa. Aquí ajusta la brújula hacia la obsesión por la fe y los ecos de su poder, bajando el humor respecto a Glass Onion y subiendo la temperatura moral.

Lo más sorprendente es la compasión: el director no ridiculiza a los creyentes, sino a quienes empuñan la religión como arma. En un universo Netflix dominado por el cinismo cómodo, este gesto de humanidad casi parece contracultural.

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Un juego viejo, pero afinado como un violín

Johnson, ya maestro del whodunit contemporáneo, demuestra que no necesita reinventar el fuego para que siga calentando. Su misterio está bien montado, sus piezas encajan sin traiciones y las pistas están ahí, visibles, pero lo suficientemente disfrazadas para que uno se sienta listo cuando cree descubrir algo. Y, como siempre, lo envuelve todo con su galería de personajes carismáticos —aunque algunos se queden en boceto—, un humor elegante que cae donde debe y un ritmo feroz que no permite distracción.

La película incluso se permite el lujo de retrasar la entrada de Benoit Blanc casi cuarenta minutos sin perder un ápice de interés, algo impensable en un mundo donde los primeros diez segundos de cualquier vídeo deciden su destino.

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La fe, la comunidad y el abrazo venenoso de la autoridad

El microcosmos de la iglesia regida por el monseñor Wicks funciona como espejo de nuestra época: el culto al líder, la comodidad del pensamiento prestado, el miedo a abandonar el calor de la hoguera aunque la madera esté podrida. Johnson afila la mirada sin caer en la burla fácil y construye un ensayo sorprendentemente reflexivo dentro del envoltorio de un entretenimiento mainstream. No sermonea: observa. No castiga: expone. Y en esa sutileza reside parte de su grandeza.

Las sombras y el brillo del tuerto

No todo es perfecto. En su tramo final, Johnson se tropieza en un exceso teatral que parece querer demostrar algo que ya estaba más que demostrado. Un giro innecesariamente acrobático que, sin arruinar nada, recuerda que incluso los tuertos pueden deslumbrarse a sí mismos.

Pero aun con ese desvío, De entre los muertos se mantiene sólida, hábil y, sobre todo, viva. Tiene algo que pocas producciones del año han logrado: personalidad. No la brillantez absoluta, no la innovación radical, sino ese único ojo alerta que permite ver más lejos que la competencia.

Y así, en este reino de contenidos clónicos, de estrenos que se evaporan en un fin de semana, de películas diseñadas para ser consumidas y no sentidas, Rian Johnson vuelve a recordarnos que el suspense, cuando está bien templado, sigue siendo un arte menor pero delicioso. Un arte que no necesita milagros, sólo oficio y mirada.

El tuerto ha hablado. Y, de momento, reina.

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