La la land y Los paraguas de Cherburgo: dos acordes de un mismo milagro

La la land y Los paraguas de Cherburgo

Hay películas que no se encuentran, sino que se reconocen: se perciben entre sí como viejas parientes que comparten un secreto. Los paraguas de Cherburgo, nacida en 1964 bajo la mirada de Jacques Demy, es una de esas obras cuyo influjo se siente más que se cita; un film que respira con la suavidad de un perfume antiguo, cuya melodía parece acariciar la llovizna melancólica de la Europa que despertaba de sus cicatrices. La la land, en cambio, llegó como una llamarada de neón en 2016: un musical contemporáneo que buscó la luz de Hollywood para vestir la nostalgia con una sonrisa triste entre dos solos de jazz.

Son dos gestos distintos de un mismo sentimiento: la certeza de que los amores destinados a quedarse en el aire a veces son los que más nos forman.

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El eco de un paraguas abierto en mitad del tiempo

Cuando Los paraguas de Cherburgo se estrenó, el cine musical vivía un instante de transformación. La Nouvelle Vague ya había colocado bombas de lirismo y libertad en todos los rincones del lenguaje fílmico, pero Demy eligió un sendero propio, donde la vida cotidiana se disolvía en puro canto. Su obra emergió como un poema cromático que jamás temía a la saturación. Cada pared, cada abrigo, cada pieza de atrezo parecía barnizada con una emoción distinta: rosas que suspiraban, violetas que ocultaban un desgarro, amarillos que se estiraban como un rayo de esperanza en mitad del gris.

Fue un musical sin coreografías, sostenido solo por diálogos cantados y por la música de Michel Legrand, que funcionaba como un torrente emocional continuo. Su estructura —un romance imposible que termina por fracturarse bajo el peso realista de la vida— anticipó, sin pretenderlo, una poética que marcaría a generaciones: la belleza del amor irrealizable.

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La la land: el resplandor de un sueño que sabe que va a romperse

En su época, La la land significó el retorno de un musical que se arriesgaba a ser totalmente musical. No solo homenajeaba a los clásicos: los absorbía para convertirlos en un fuego moderno, brillante y melancólico. Damien Chazelle tomó el gesto de Demy —dos amantes que se desean pero que no pueden habitar el mismo destino— y lo transformó en un baile más grande, más coreografiado, más consciente de su propia fragilidad.

La película llegó en una era donde el cine digital y el streaming amenazaban la exuberancia visual. Su apuesta por la fisicidad de los colores, el clasicismo del Cinemascope y la luz como escenografía emocional supuso una pequeña rebelión estética. En cierto modo, La la land devolvió al público la sensación de asistir a una fantasía luminosa, casi táctil, en un tiempo donde el brillo parecía haberse vuelto homogéneo.

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El color como lenguaje secreto

Ambas películas hablan en color. Pero lo hacen con acentos distintos.

  • En Los paraguas de Cherburgo el color es una emoción pura. Es un latido directo, sin ironía. Demy colorea el mundo como si pintara un mural simbólico. Las habitaciones de Geneviève están revestidas de tonos rosas y malvas que parecen presagiar un amor adolescente destinado a evaporarse con la misma delicadeza con que llegó. La paleta, casi pictórica, otorga una carga artística monumental, como si cada plano pudiera colgarse en un museo.
  • En La la land el color es movimiento, pulso, vibración. Sus azules eléctricos y sus amarillos encendidos funcionan como fragmentos de un sueño febril. Chazelle usa el color para recordar al espectador que está bailando dentro de un artificio hermoso, una fantasía consciente de su propio truco. La luz de la ciudad se convierte en partitura emocional, capaz de traducirse en danza y en deseo.

¿Dónde mejora La la land a Los paraguas de Cherburgo? En la integración entre color, coreografía y montaje. La película estadounidense convierte el cromatismo en un flujo dinámico, no en un lienzo quieto: lo hace danzar, respirar, romperse y recomponerse. Su fuerza visual es más exuberante, más expansiva, más diseñada para envolver al espectador como una hoguera encendida.

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¿Dónde permanece insuperable Los paraguas de Cherburgo? En la delicadeza del misterio. Pocas veces el cine ha logrado ese fulgor de melancolía inevitable, ese dolor que no necesita explicarse porque simplemente tiñe el aire. Su belleza es más frágil, más íntima, más enigmática: una herida que se canta.


Sensaciones: la lluvia frente al neón

  • Ver Los paraguas de Cherburgo es sentir que la vida nos canta sus pérdidas con ternura. Su misterio nace de lo cotidiano elevado a lo sagrado: dos jóvenes enamorados que descubren que el destino no siempre baila a nuestro compás. La película deja una sensación de niebla cálida, como recordar una historia que nunca hemos vivido pero que siempre hemos sentido.
  • Ver La la land es entrar en un torbellino romántico que brilla como una ciudad recién nacida. Su energía electrifica, persuade, seduce. Pero su final —heredero directo de Demy— nos sacude con la certeza de que los sueños y el amor rara vez caminan tomados de la mano. Aquí la emoción es expansiva, luminosa; una tristeza magnífica que se expresa en forma de música, de baile, de pura celebración estética.
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¿Cuál posee mayor carga artística y misterio?

Depende del corazón con el que se mire:

  • La carga artística más pura y revolucionaria: Los paraguas de Cherburgo. Su apuesta formal, su musicalidad ininterrumpida, su uso pictórico del color y su lirismo cotidiano la convierten en una obra casi única, irrepetible, una reliquia mística del cine europeo.
  • La emoción estética más envolvente y totalizante: La la land. Su virtuosismo técnico, su energía coreográfica y su capacidad para resucitar el musical clásico con un pulso moderno la sitúan como un milagro del cine contemporáneo.

Dos películas, un mismo susurro

Cada una, desde su época y su sensibilidad, entiende el amor como una melodía que se recuerda mejor cuando termina. Demy canta la pérdida con la suavidad de la lluvia. Chazelle la baila bajo la luz de un atardecer imposible. Entre ambas trazan un puente sobre el tiempo, uniendo el latido pastel de los años sesenta con el neón nostálgico del siglo XXI.

Y al final, cuando cerramos los ojos tras verlas, sentimos lo mismo: el eco de un amor que pudo ser, que casi fue, y que por eso mismo se vuelve eterno.

La la land y Los paraguas de Cherburgo

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