Tomb Raider Legacy of Atlantis: liturgia de un regreso casi imposible
Hay obras que parecen dormir bajo capas de tiempo, como templos sumergidos que aguardan el roce de una antorcha para volver a brillar. El primer Tomb Raider pertenece a esa estirpe: un tótem primigenio donde el plataformeo —hoy arrinconado por las modas del control asistido y la narrativa omnipresente— actuaba como un rito de precisión y vértigo. No había monólogos, ni retahílas explicativas, ni un guion ansioso por imponerse: el juego era su propia historia, un organismo autosuficiente que palpitaba y temblaba en cada salto, en cada pasadizo y en cada abismo abierto bajo los pies de Lara.

En aquella era aún ingenua, la exploración no era un accesorio: era el motor sagrado que hacía avanzar el mundo. Los templos desconocidos se presentaban con la majestuosidad de lo inhóspito; sus arcadas perdidas, sus cámaras imposibles y sus trampas de ingeniería cruel trazaban un mapa emocional donde lo fantástico convivía con lo arcaico sin pedir permiso. Un dinosaurio acechando entre ruinas humanas milenarias no rompía la lógica del juego: la ensanchaba, le daba ese temblor de mito que convertía cada nivel en la sospecha de una civilización enterrada bajo nuestra propia historia.

El color era otro de sus conjuros. En sus cavernas brotaban lagos interiores de un azul espectral, tropical en apariencia pero glacial en su esencia. Aquel frío se insinuaba en la transparencia imposible de las texturas planas, en la pureza de unas superficies torpes que, sin proponérselo, levantaban un espacio casi pictórico. Nada tenía suavidad; todo tenía presencia. Era un mundo hecho de aristas que, paradójicamente, revelaban una belleza más perdurable que muchas superproducciones actuales.
Y después estaban los movimientos: esa mezcla indomable entre torpeza y acrobacia, una coreografía casi analógica donde cada salto exigía cálculo, paciencia y una devoción absoluta por el espacio. No había atajos. No había botones mágicos. Solo la certeza de que un error significaba el vacío. Aquella dificultad no era un capricho: era la argamasa que daba consistencia al viaje, el precio simbólico por acceder a un territorio perdido.

La música —mínima, cinematográfica, tremendamente consciente de sí misma— surgía como un relámpago cuando la acción lo reclamaba: un tiroteo, una aparición monstruosa, un giro del destino. Y luego desaparecía, devolviéndote al silencio mineral de aquel mundo ausente de vida humana, donde cada eco era una declaración de soledad y grandeza.
Por eso la idea de un remake despierta hoy una pulsión distinta a la mera nostalgia. Si se hace con inteligencia, con una lectura respetuosa de la alquimia original, podría erigirse como uno de los grandes títulos de los próximos años: una restitución del sentido primordial de la aventura, una reivindicación del salto como gesto sagrado, de la exploración como liturgia y del silencio como materia narrativa.

No se trataría de maquillar un clásico, sino de reencender su misterio. De devolverle el aura a un juego que brillaba precisamente por no decir demasiado, por dejar que los vacíos hablaran y que los templos respiraran su propio polvo azul.
Quizás, en una industria saturada de estímulos inmediatos, volver a Tomb Raider en su forma más pura sea la mayor aventura posible: un recordatorio de que el asombro sigue existiendo, solo hay que atrever-se a descender, otra vez, a ese mundo subterráneo que creíamos haber olvidado.



