Kubrick, Cameron y Mentiras arriesgadas: cuando el cine se detuvo en un sótano inglés

Hay tríos de palabras que, colocadas en el mismo plano, producen una leve disonancia histórica, casi un cortocircuito cinéfilo: Kubrick, Cameron, Mentiras arriesgadas. No parecen pertenecer al mismo universo moral ni estético, y sin embargo, durante unas horas improbables de 1994, convivieron en el mismo sótano, alrededor de una copia en vídeo y una curiosidad desatada. El cine, a veces, también sabe reírse de sus propias jerarquías.

Stanley Kubrick, el cineasta que diseccionó la condición humana con bisturí glacial, idolatraba a James Cameron. Y Cameron no tenía la menor idea.


El día en que el discípulo llamó a la puerta equivocada

James Cameron acababa de cumplir cuarenta años. En lugar de celebrarlo con un gesto banal de éxito —un coche innecesario, una vanidad quirúrgica— decidió hacer algo más temerario: viajar a Inglaterra y presentarse en casa de Stanley Kubrick, su dios personal del cine. Lo que Cameron no esperaba era que, al otro lado de la puerta, hubiera un hombre genuinamente emocionado por conocer al director de Mentiras arriesgadas.

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Sí, Mentiras arriesgadas. No Terminator. No Aliens. No el Titanic que aún no existía. Aquella comedia de espionaje doméstico, elegante y desvergonzada, era la película que había capturado la atención obsesiva del autor de 2001: una odisea del espacio.

Kubrick no perdió el tiempo en cortesías. Tras unas pocas frases, condujo a Cameron directamente al sótano. Allí guardaba una copia del film. Y allí comenzó una conversación que ningún guionista se habría atrevido a escribir sin que pareciera inverosímil.


La película que no encajaba… y por eso importaba

Resulta desconcertante imaginar a Kubrick fascinado por Mentiras arriesgadas. Y precisamente por eso es revelador. Cameron había firmado su única comedia y su único remake —una reinterpretación de la francesa La Totale!— construyendo una farsa con aroma hitchcockiano, donde el espionaje servía como excusa para hablar del desgaste erótico, del matrimonio y de la ficción que habita en toda vida conyugal.

Durante su primera mitad, la película es una comedia perversa y sofisticada, casi de salón, con Jamie Lee Curtis y Arnold Schwarzenegger atrapados en una danza de secretos, tedio y deseo aplazado. Su deriva posterior hacia la acción pura diluye parte de esa finura inicial, pero deja intacto algo que Kubrick supo detectar de inmediato: la precisión técnica.

No era el baile torpe y erótico de Curtis —inolvidable, sí, pero anecdótico— lo que le interesaba. Era el modo en que Cameron integraba efectos especiales, ritmo, puesta en escena y claridad narrativa sin perder nunca el control del tono. Kubrick quería saberlo todo. Absolutamente todo.


“No me lo esperaba”

“Pasé todo el tiempo hablando con Stanley Kubrick sobre Mentiras arriesgadas. No me esperaba que mi día fuera a ser así”, confesaría después Cameron. La frase, sencilla, encierra una verdad mayor: el asombro del creador al descubrir que su obra más lúdica había despertado la atención del cineasta más severo del siglo XX.

Kubrick, con más de setenta años y nada que demostrar, seguía comportándose como un estudiante voraz. Preguntaba, indagaba, desmontaba la película pieza a pieza. No buscaba reafirmar su genio, sino alimentarlo. Aún le quedaba por rodar Eyes Wide Shut, y quizá por eso necesitaba seguir mirando el cine desde ángulos inesperados.


Schwarzenegger como anomalía kubrickiana

Hay algo deliciosamente absurdo en imaginar a Kubrick analizando a Schwarzenegger, esa mole de casi dos metros, escondido tras una penumbra imposible, observando a su esposa sin que ella lo reconozca. Pero ahí reside parte del encanto: el cine, incluso en manos de Cameron, todavía podía permitirse ese tipo de ficciones ingenuas sin pedir disculpas.

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FILM ‘TRUE LIES’ BY JAMES CAMERON (Photo by Siemoneit/Sygma via Getty Images)

Kubrick no se burlaba de ello. Lo estudiaba. Porque entendía que el cine popular, cuando está bien construido, revela mecanismos profundos sobre la percepción, el engaño y la representación.


Epílogo: una lección silenciosa

Superada la emoción de saberse admirado por su ídolo, Cameron extrajo la enseñanza verdadera de aquel encuentro: la curiosidad insaciable. “Cuando tenga ochenta años, quiero ser ese hombre que ansia averiguarlo todo”, diría después.

En esa frase se condensa la anécdota y su sentido último. Kubrick, Cameron y Mentiras arriesgadas no forman un triángulo caprichoso, sino una lección de cine: la grandeza no está en el prestigio del título, sino en la atención que se le presta.

Porque el cine, incluso el que parece menor, siempre puede esconder algo que merezca ser estudiado en un sótano, lejos del ruido y de los altares.

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