La noche como materia: poesía visual y cinematografía en The Batman
La ‘The Batman‘ de Matt Reeves no se limita a narrar una historia: construye un estado de ánimo, una atmósfera moral donde la imagen pesa tanto como la palabra. Bajo la mirada obsesiva de Greig Fraser, la película se convierte en un tratado visual sobre la culpa, la vigilancia y el aislamiento, un poema negro escrito con lluvia, sombras y superficies brillantes como piel sudada.

Desde su concepción técnica, el film propone una paradoja fértil: rodado en digital con Arri Alexa LF, pero revelado posteriormente en película real de 35 mm. Este gesto no es nostalgia ni fetichismo, sino una declaración estética. El grano introduce fricción, imperfección, ruido orgánico. La Gotham de Reeves no podía ser limpia ni quirúrgica; necesitaba impureza, un leve temblor en la imagen que recordara que el mal no es abstracto, sino físico, pegajoso, persistente.

El uso habitual de lentes anamórficas —sello autoral de Fraser— alcanza aquí una sofisticación extrema gracias a unas Airy personalizadas. Estas ópticas logran una nitidez central casi quirúrgica que se degrada progresivamente hacia los bordes del encuadre. No es un capricho óptico: es una estrategia narrativa. El ojo del espectador es conducido, casi hipnotizado, hacia el centro moral del plano, mientras el mundo periférico se descompone, se vuelve borroso, inestable. Gotham nunca está del todo enfocada porque su realidad nunca es del todo comprensible.

A esta lógica se suma la voluntad explícita de “ensuciar” el encuadre. Fraser y Reeves obstruyen la mirada con objetos en primer plano, reflejos, cristales mojados, rejas, puertas entreabiertas. El punto principal de la acción rara vez se ofrece de forma limpia. Siempre hay algo que molesta, que tapa, que interfiere. El espectador no observa; espía. Esta herencia hitchcockiana —con Vértigo como referencia confesada— transforma la cámara en una conciencia culpable, siempre a medio paso del voyerismo.

Las sombras, omnipresentes, no son ausencia de luz, sino materia dramática. Fraser las utiliza con un fervor casi religioso, heredero directo del cine policiaco estadounidense de los años setenta. La dureza lumínica de The French Connection o Serpico resuena aquí, pero filtrada por una sensibilidad contemporánea. Las sombras no solo ocultan: delatan. Batman emerge de ellas como una idea más que como un cuerpo, un mito que se condensa lentamente hasta volverse tangible.

Temáticamente, The Batman bebe del thriller de los noventa: investigaciones obsesivas, asesinos rituales, pistas fragmentadas, un héroe que avanza a ciegas. Este espíritu se traduce visualmente en un uso intensivo de linternas, lámparas prácticas y fuentes de luz diegéticas. La iluminación no embellece; busca. Cada haz de luz es un interrogatorio, cada reflejo en el agua una pregunta sin respuesta. La lluvia constante no limpia la ciudad: la barniza, la vuelve más densa, más resbaladiza.

El color articula este universo moral con precisión quirúrgica. El rojo y el cian dominan la paleta como polos emocionales enfrentados. El rojo es amenaza, violencia, pecado; el cian, distanciamiento, frialdad, vigilancia. Juntos generan una tensión cromática que impregna cada escena, reforzando la sensación de un mundo permanentemente al borde del colapso. Todo brilla, pero no por pureza, sino por exceso de humedad, como si Gotham estuviera cubierta por una capa de grasa antigua que ni la lluvia logra arrastrar.

En esta película, la imagen no ilustra el relato: lo encarna. La combinación de tecnología digital avanzada con el revelado en 35 mm, el uso expresivo de las anamórficas, la obsesión por las sombras y la suciedad visual construyen una poética coherente, casi militante. Reeves y Fraser entienden que Batman no es un superhéroe luminoso, sino una figura nocturna, un síntoma de la ciudad que lo necesita.

The Batman se erige así como una de las propuestas visuales más sólidas del cine reciente: un film donde cada decisión técnica tiene un significado ético y emocional. Una obra que recuerda que la verdadera épica no siempre está en el cielo, sino en los callejones mojados, allí donde la luz apenas alcanza y la imagen, como la conciencia, nunca está del todo en foco.



