Jerry Bruckheimer, el productor que convirtió el estruendo en lenguaje popular

Pocas veces un productor logra algo que, en teoría, no le corresponde: ser recordado. El nombre suele diluirse entre créditos, pero con Jerry Bruckheimer ocurre lo contrario. Su firma no es tipográfica, es icónica: aquel rayo surcando el cielo, visto desde la perspectiva de un coche lanzado por una carretera infinita, quedó grabado en la retina colectiva como un aviso previo al espectáculo. Antes incluso de que comenzara la película, el público ya sabía en qué terreno estaba entrando.

A Bruckheimer le debemos el cine de acción más expansivo, musculado y popular de las últimas décadas, especialmente durante los años noventa y los primeros dos mil, cuando encadenó éxitos con una regularidad casi industrial. Títulos como El bar Coyote o sagas como Piratas del Caribe no solo triunfaron: definieron una forma de entender el entretenimiento como ceremonia colectiva. Hoy, con 82 años y lejos de cualquier tentación de retiro, atraviesa una inesperada segunda edad dorada.

Fue él quien apostó por Top Gun: Maverick cuando muchos la veían como un ejercicio nostálgico condenado a la irrelevancia. El resultado fue un fenómeno global y, además, la única nominación al Oscar de toda su carrera, curiosamente tardía, casi irónica. Ahora busca repetir la hazaña con F1, el filme sobre el mundo de la Fórmula 1 que ha rozado los 700 millones de dólares en taquilla y que, tras su largo recorrido en salas, desembarca en Apple TV. Ese tránsito explica su paso por España y su conversación con elDiario.es.

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Bruckheimer pertenece a una estirpe de profesionales que cuidan el ritual incluso antes de empezar. Pregunta tu nombre, estrecha la mano con firmeza y deja claro, sin decirlo, que lleva medio siglo haciendo exactamente esto.

Defiende el estreno en salas con una convicción casi militante. En el caso de F1, el temor inicial era el habitual: una breve vida en cines antes de saltar a plataformas. Ocurrió lo contrario. El éxito fue tal que el estreno digital se retrasó hasta diciembre. El público respondió, especialmente en IMAX, donde la experiencia se volvió casi física, obligando incluso a un reestreno en pleno agosto.

No es casual que su alianza creativa con Joseph Kosinski funcione como un engranaje bien aceitado. Ambos creen en la gran pantalla no como fetiche, sino como necesidad expresiva. Kosinski no concibe historias pequeñas; filma para el asombro, para el espacio abierto, para una imagen que reclame atención total.

Cuando James Cameron cuestionó que películas con estrenos simbólicos opten a premios, Bruckheimer recordó que las reglas nacieron en otro contexto. Hoy, dice, el problema no es normativo sino visual: hay imágenes que simplemente no están pensadas para el gran formato. No despiertan el deseo de ser vistas en una sala porque no fueron construidas para ello.

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Durante años, su cine fue considerado menor por la Academia. Solo Top Gun: Maverick rompió esa barrera. Para Bruckheimer, no hay una respuesta simple: la Academia ha cambiado, sus miembros también, y con ellos el gusto. Antes ganaban El padrino o Lo que el viento se llevó; ahora triunfan películas más pequeñas. No es una queja, es una constatación histórica.

Aun así, no renuncia al sueño: hacer grandes películas que además puedan aspirar a premios. Pero su brújula sigue siendo el público. Ha tenido títulos destrozados por la crítica y abrazados por los espectadores. Y, llegado el momento de elegir, siempre se queda con estos últimos.

Como productor, se define sin rodeos: se implica en todo. Guion, montaje, decisiones creativas. Todo salvo la búsqueda de localizaciones. No le interesa pasar horas en una furgoneta recorriendo espacios; prefiere ver las fotografías después. El cine, para él, se decide en otros frentes.

Desde los años setenta hasta hoy, reconoce que la industria ha cambiado radicalmente. Cámaras más pequeñas, rodajes más ágiles, efectos digitales capaces de generar una verosimilitud impensable hace veinte años. F1, insiste, no habría sido posible entonces. La tecnología no sustituye al cine, lo empuja hacia nuevos límites.

Sus películas buscan algo muy concreto: sacar al espectador de su vida cotidiana y sumergirlo en un relato más grande que él mismo. Ese sigue siendo el objetivo último. Por eso no rehúye las secuelas. Para Bruckheimer, es el público quien decide cuándo una historia merece continuar. Si quieren más, se intenta dar más. Siempre con una variación, con una historia distinta dentro de una experiencia reconocible.

¿Existe el riesgo de fatiga? Solo si el guion falla. Hollywood, admite, presiona en esa dirección, pero el verdadero problema es otro: no se producen suficientes películas. La pandemia, seguida de las huelgas, dejó un vacío que aún no se ha llenado. Frente a la idea de saturación, su diagnóstico es el contrario: falta cine.

No todas las películas tendrán espacio en salas, y nunca lo han tenido. Algunas nacen para la televisión, otras para sacar al espectador de casa y convencerlo de gastar dinero en una experiencia compartida. Ambas coexistieron siempre.

¿Habrá secuela de F1? Ya se está trabajando en una idea, y es buena. La intención es repetir con Kosinski, si la agenda lo permite. Además, hay otro proyecto en marcha: una película sobre ovnis, planteada como un Todos los hombres del presidente contemporáneo, centrado en lo que los gobiernos han ocultado durante décadas.

Pese a los titulares alarmistas, Bruckheimer no ve el futuro del cine con pesimismo. Las cifras no son tan malas como se dice. Y, al final, todo se reduce a una metáfora sencilla: tienes cocina en casa, pero sigues saliendo a comer fuera. Si el restaurante es bueno, repites. Con el cine ocurre lo mismo. El boca a boca sigue siendo la clave. Siempre lo ha sido. Y eso, precisamente eso, fue lo que convirtió F1 en un éxito sostenido más allá del estreno.

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