Los desnudos clásicos de Iwase yoshiyuki y el cuerpo que conoce el mar
Hay artistas que no persiguen una época: la escuchan desaparecer. Iwase Yoshiyuki nació en 1904 en Onjuku, un pequeño pueblo de pescadores abrazado por el Pacífico, en la costa de la península de Chiba. Aquel enclave, hoy casi folclórico, fue durante décadas un organismo vivo regido por mareas, corrientes y silencios heredados. Allí, entre redes húmedas y sal incrustada en la madera, Iwase desarrolló una mirada que no buscaba la épica, sino la verdad desnuda de lo cotidiano.
Formado en Derecho en la Universidad de Meiji en 1924, su destino parecía escrito entre documentos y balances. Sin embargo, la vida —que a veces decide con una delicadeza brutal— le colocó una cámara Kodak entre las manos a finales de los años veinte. Fue suficiente. Desde ese instante, Iwase entendió que su misión no era interpretar leyes, sino fijar el pulso de un mundo que comenzaba a desvanecerse sin hacer ruido.

El mar era el centro económico y simbólico de Onjuku, y hacia él se dirigió su lente. Allí encontró a las buceadoras Ama: mujeres que descendían a las aguas costeras para recolectar algas, conchas y orejas de mar. En ellas descubrió lo que él mismo definió como una belleza simple, casi primitiva, pero en realidad profundamente sofisticada: cuerpos entrenados por la necesidad, ajenos a cualquier artificio, modelados por la repetición y el frío.
Su fotografía Alrededor del fuego (1931) marca un punto de inflexión. La imagen no describe una escena; la condensa. Las hogueras no son un detalle pintoresco, sino una prolongación vital del cuerpo femenino tras jornadas de trabajo extremo. El ritual del calor, el alimento y el descanso entre inmersiones revela una economía corporal rigurosa, casi científica. Las Ama buceaban apenas unos meses al año, condicionadas por temperaturas límite, corrientes implacables y mareas precisas. Cada descenso exigía un esfuerzo absoluto, hasta cuatro minutos de trabajo submarino sostenido con una sola inspiración. No había margen para el error ni espacio para la fragilidad.

Paradójicamente, aquel oficio femenino era uno de los mejor remunerados de la región. Durante unas pocas semanas, estas mujeres podían ganar más que muchos hombres del pueblo en un año entero. La imagen tradicional de la mujer japonesa dócil y secundaria se desmorona frente al archivo de Iwase: aquí, el cuerpo femenino es fuerza económica, resistencia física y saber transmitido de generación en generación.
Cuando Iwase comenzó a fotografiarlas, a finales de los años veinte, cientos de Ama seguían activas en las siete bahías de la costa de Iwawada. Tres décadas después, habían desaparecido. Su obra se convirtió, sin pretenderlo, en el documento más completo jamás realizado sobre estas buceadoras. No desde la nostalgia, sino desde la convivencia: Iwase no observaba, pertenecía.

A medida que su prestigio creció, también lo hizo su lenguaje visual. Alternó cámaras de fuelle, Super Six, Sohoflex y Rollei, y afinó su técnica gracias al diálogo con otros fotógrafos clave del Japón moderno. Su mirada se expandió hacia pescadores, escenas del pueblo, rituales cotidianos y, de forma cada vez más consciente, hacia el desnudo. Pero no el desnudo como provocación, sino como continuidad natural del cuerpo trabajador. En sus imágenes, la piel no es un escándalo: es paisaje.
Iwase Yoshiyuki se convirtió así en un pionero del desnudo modernista japonés, integrándolo en una tradición visual donde el cuerpo humano no se separa del entorno, sino que dialoga con él. El mar, la arena, las algas y la carne forman una misma gramática. Nada sobra. Nada se subraya.

Desde 1933 expuso con regularidad y recibió numerosos premios. Sin embargo, su legado más valioso no es el reconocimiento institucional, sino haber entendido que fotografiar también es un acto de responsabilidad histórica. Cuando murió en 2001, a los 97 años, dejó tras de sí algo más que imágenes bellas: dejó memoria.
Hoy, en una era obsesionada con la velocidad y el ruido visual, la obra de Iwase Yoshiyuki nos recuerda que hubo un tiempo en que la cámara no quería conquistar el mundo, sino acompañarlo mientras se despedía.




