Alicante, ejemplo de cómo el turismo devora la esencia de una ciudad
En pleno 2025, Alicante se convierte en un caso paradigmático de lo que jamás debería suceder con una urbe: la destrucción silenciosa de su identidad, su gente y su patrimonio. La ciudad, que antaño conservaba un equilibrio entre historia y vida cotidiana, parece hoy rendirse a los cantos de sirena del turismo masivo, replicando los errores que ya arrasaron con Mallorca o Benidorm décadas atrás, pero con la agravante de que esto ocurre en pleno siglo XXI, cuando la conciencia sobre preservación y cultura debería ser incuestionable.
El ejemplo más doloroso se encuentra en el número 11 de la calle Segura, donde un edificio histórico, diseñado en 1934 por el arquitecto Juan Vidal —autor de iconos alicantinos como la Casa Carbonell o el Palacio Provincial— está a punto de perder su fachada racionalista, a pesar de estar incluida en el Catálogo de Protecciones de la ciudad. Lo que antes era un elemento reconocible de la imagen urbana se reducirá a memoria visual, con el silencio cómplice del Ayuntamiento que, pese a las protestas vecinales, defiende la legalidad de su demolición parcial.
La historia que cuenta este edificio no es un mero detalle ornamental: su verticalidad, la sencillez compositiva y los vuelos de sus cornisa y ventanas alargadas conforman la huella tangible de la arquitectura alicantina del siglo XX. Derribarla supone no solo perder un patrimonio material, sino borrar de la ciudad su capacidad de contar su propia historia, su memoria colectiva y su vínculo con los habitantes que han hecho de Alicante un lugar habitable y auténtico.

Mientras tanto, la ciudad sigue una tendencia preocupante: el centro histórico se vacía de residentes autóctonos, se encarece hasta lo inalcanzable la vivienda, y la vida local se reconfigura en función de los turistas que pasan y no arraigan. La legalidad de las obras no es consuelo ante la evidencia de que, bajo la apariencia de modernización, Alicante está sacrificando su alma.
Que en 2025 ocurra lo que décadas atrás podría justificarse por un crecimiento turístico descontrolado en otras ciudades es sencillamente inconcebible. Alicante se enfrenta a un dilema de identidad: seguir el camino de la banalización urbanística o reconocer que el verdadero valor de una ciudad radica en sus raíces, su gente y su patrimonio, elementos que no pueden ser reemplazados por una fachada uniforme para fotos de Instagram.
Mientras los obreros aseguran que “todo va fuera” y la Administración guarda silencio sobre el destino final del inmueble, el mensaje para la ciudad es claro: la codicia turística, disfrazada de legalidad, está devorando lo que debería protegerse con celo. Alicante podría convertirse en ejemplo, pero no de progreso, sino de lo que jamás debe repetirse en una ciudad que se respete a sí misma.
