Almuerzo en lo alto de un rascacielos: la historia oculta de una fotografía icónica
La célebre instantánea conocida como Lunch Atop a Skyscraper inmortaliza un instante suspendido en el tiempo. Fue tomada el 20 de septiembre de 1932.
En ella, once intrépidos obreros del hierro aparecen sentados sobre una viga de acero, flotando a 260 metros de altura sobre el bullicio de Manhattan. Aquella frágil cornisa era en realidad el piso sesenta y nueve del entonces edificio RCA, hoy conocido como 30 Rockefeller Plaza, corazón de la fastuosa constelación arquitectónica del Rockefeller Center.

La imagen, más que un simple testimonio documental, fue concebida como un atrevido ejercicio de propaganda: un gesto publicitario para dar a conocer el nuevo rascacielos. Sin embargo, lo que capturó no fue únicamente la grandeza de Nueva York vista desde las alturas, sino la fraternidad de aquellos inmigrantes que, desafiando el vértigo, compartían el ritual cotidiano del almuerzo como si de un banco de parque se tratase.
Ellos, acostumbrados a moverse con naturalidad entre vigas y andamios, parecían sentados en el aire mismo, esculpiendo con su calma un capítulo insólito en la memoria visual de la ciudad.
Las identidades de los hombres de la viga
A lo largo de los años se han multiplicado las conjeturas sobre quiénes eran aquellos once trabajadores. Un sondeo del New York Post recogió varias reclamaciones familiares, y el documental Men at Lunch (2012) aportó pistas sobre la procedencia irlandesa de dos de ellos, mientras más tarde aparecieron versiones vinculadas a inmigrantes suecos.

Se han confirmado, eso sí, tres nombres: Joseph Eckner, tercero desde la izquierda; Joe Curtis, tercero desde la derecha; y Gustáv “Gusti” Popovič, obrero eslovaco situado en el extremo derecho, quien en una carta a su esposa dejó escrito al dorso de la foto: “No te preocupes, mi querida Mariška, como ves sigo con la botella”.
El resto continúa envuelto en anonimato, lo que aumenta la aura mítica de la fotografía, calificada como “la pausa para comer más famosa de la historia de Nueva York”.
Entre la gran depresión y la posteridad
Aunque muchos críticos han reducido la imagen a una simple maniobra publicitaria, otros la consideran una auténtica pieza de la historia norteamericana. Fue tomada en plena Gran Depresión y se convirtió en símbolo de la ciudad, repetida y homenajeada en incontables ocasiones por generaciones de obreros.

En 2016, la revista Time la incluyó en su lista de las cien fotografías más influyentes jamás tomadas. Ken Johnston, responsable de colecciones históricas en Corbis, explicaba en 2012 su magnetismo: la incongruencia de una acción tan banal como comer, realizada a 250 metros del suelo, y la serenidad casi burlona de aquellos hombres.
El misterio del fotógrafo
La autoría de la imagen ha sido motivo de controversia durante décadas. Se le atribuyó erróneamente a Lewis Hine, fotógrafo de la Works Progress Administration, por la confusión con el Empire State.

En 1998, Tami Ebbets Hahn, hija del fotógrafo Charles Clyde Ebbets (1905–1978), reconoció en un póster el estilo de su padre. Poco después, Corbis inició una investigación que desenterró documentos, recibos y fotografías complementarias que situaban a Ebbets en el Rockefeller Center, donde en 1932 ejercía como director fotográfico oficial.
Si bien se descubrió que aquel día también estaban presentes Thomas Kelley y William Leftwich, la evidencia permitió atribuir la autoría principal a Ebbets, aunque hasta hoy la duda persiste y en muchos archivos la imagen sigue apareciendo sin crédito.

La vida de un temerario
Charles C. Ebbets no fue un fotógrafo al uso. Antes había trabajado como doble en Hollywood, actor de películas de aventuras en los años veinte —interpretando al cazador africano “Wally Renny”—, piloto, acróbata de alas, corredor de coches, luchador y cazador. Un hombre de riesgos que parecía destinado a retratar a otros semejantes, desafiando las alturas.
Su hija conserva con esmero su vasto archivo, una galería de imágenes que recorre una vida tan múltiple como la propia América de su tiempo. Gracias a ese legado, hoy podemos asomarnos no solo al instante en que once obreros almorzaron sobre el cielo de Manhattan, sino también al espíritu de un fotógrafo que hizo de la osadía un arte.
