Así despertó el monstruo de Nazaré: la ola que susurra con voz de trueno
Así despertó el monstruo de Nazaré: la ola que susurra con voz de trueno
En los acantilados donde el viento lija la piedra y el Atlántico respira con violencia antigua, un coloso marino aguardaba dormido. Praia do Norte, playa maldita y reverenciada, era desde siempre el escenario de leyendas susurradas entre redes de pesca y funerales salados. Para los habitantes de Nazaré, el mar era un dios bifronte: el que alimenta y el que devora.
Pero fue una pasión compartida lo que cambió el destino de aquel rincón portugués. Dino Casimiro, joven local marcado por la belleza y el terror del océano, creció observando la furia de las olas desde el faro de San Miguel. Su familia, al verlo volver empapado y tembloroso, le lanzó una advertencia que parecía arrancada de un poema maldito: “Praia do Norte es el diablo”. Pero Dino, como los místicos, no huyó del abismo: se enamoró de él.
Mientras tanto, al otro lado del mundo, Garrett McNamara crecía con su propia leyenda. A los quince años, una ola en Sunset Beach lo humilló y lo marcó. Juró no volver. Pero las olas, como los viejos dioses, no sueltan fácil a los suyos. Empujado por amigos, por hambre y por un corazón indómito, volvió al mar. El surf ya no era un juego; era la liturgia con la que transfiguraba su pobreza, su desarraigo, su infancia sin muebles ni juguetes. «Nada importaba», dice él, «ni el hambre ni el dinero: sólo el océano y la tabla».
Casimiro, con el fervor de un cartógrafo del caos, tomó una fotografía desde el faro. En ella, una ola se erguía como un monstruo bíblico, puro vértigo petrificado. No era un espejismo: era una promesa. Sabía que aquello no se surfearía con manos vacías. Y escribió. En 2005, un correo cruzó el Atlántico y fue a dormir al buzón de McNamara como una semilla bajo hielo.
Pasaron los años. Y fue Nicole, la esposa de Garrett, quien desenterró la profecía. En 2011, aceptaron la invitación. Nazaré los recibió con el retumbar de una naturaleza sin moderación. McNamara vio entonces lo imposible: olas más grandes que Jaws, más violentas que Waimea, más salvajes que cualquier infierno que hubiese surfeado. Era el Santo Grial del surf.
Ese mismo año, cabalgó una ola de 78 pies —24 metros— y dejó su nombre tatuado en el Guinness. Desde entonces, vive allí medio año, como un monje entre ciclones. El pueblo cambió. Se encareció. Se globalizó. Se saturó. McNamara lo sabe: «En diez años, esto puede parecer Waterworld», dice entre risas que no esconden la inquietud.
Hoy, alquilar un jetski en Nazaré cuesta 500 euros la hora. El servicio completo para enfrentarse al Leviatán —vigías, remolque, chalecos y fe ciega— ronda los mil euros. Y aun así, el golpe contra esas aguas densas como cemento puede mandar el cuerpo al abismo. «Es como caer en un tambor de lavadora con Tyson golpeándote», dice Garrett, que ha sobrevivido a más de cien contusiones cerebrales.
Su arsenal: casco reforzado, neopreno de 5 mm, tablas cortas con quillas redondeadas y bolsas de aire. Su secreto: entregarse. “Si has hecho todo, sólo queda rendirte y disfrutar”. Porque en el corazón de esas montañas líquidas no hay margen para la duda: es vida o muerte en una décima de segundo.
Y sin embargo, no fue Nazaré, sino el Ártico, lo que más lo aterró: allí donde el hielo se desprende como juicios divinos, el mar es aún más insondable. «Si el glaciar cae sobre ti, mueres», confiesa. El miedo ha regresado a su alma como una sombra antigua, pero no lo frena. Mientras su cuerpo le responda, él cabalgará el caos. Incluso a los ochenta.