‘Atrapados sin salida’ (1986): cuando el noir se mira al espejo y decide huir a Francia

Estrenada en 1986, en pleno epicentro del cine ochentero —esa década que lo mismo fabricaba iconos que caricaturas—, Atrapados sin salida es una película escindida, casi esquizofrénica, que avanza como si dudara constantemente de su propia identidad. Un film atrapado entre dos tradiciones, dos sensibilidades y dos maneras muy distintas de entender el deseo, la violencia y la masculinidad.

Su punto de partida es claro: el cine negro clásico de los años treinta y cuarenta, con sus detectives heridos, sus mujeres fatales y su moralidad envuelta en humo. El problema es que aquello que en su momento fue transgresor, en los años ochenta —y especialmente aquí— aparece como un eco rancio, torpe, incluso incómodo. La primera mitad de la película se instala en una virilidad agresiva y autocomplaciente, una masculinidad de mandíbula tensa y mirada sucia que hoy no solo resulta anacrónica, sino directamente ridícula. El retrato femenino, lejos de la ambigüedad sofisticada del noir original, cae en una misoginia mecánica, sin ironía ni distancia crítica.

Es un cine negro que ya no muerde: gruñe.

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Sin embargo, Atrapados sin salida tiene la rara virtud de mutar. Cuando uno está a punto de abandonarla a su suerte, el film gira el timón y abandona Hollywood para mirar hacia Europa. Más concretamente, hacia el polar francés de los años sesenta y setenta. Y es en ese desplazamiento —geográfico, estético y moral— donde la película encuentra, por fin, su medida exacta.

La segunda mitad se libera del corsé del noir clásico y se adentra en una atmósfera más seca, más fatalista, más elegante. El referente ya no es Chandler, sino Melville. Los azules empiezan a dominar el encuadre, la noche se vuelve abstracta, el espacio adquiere una cualidad casi mental. Hay ecos evidentes de El círculo rojo y de ese cine francés donde los personajes parecen moverse no tanto por motivación psicológica como por destino.

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Aquí la puesta en escena se afina, la narrativa se vuelve más precisa y la película deja de subrayar para sugerir. La fotografía gana peso expresivo, el encuadre se estiliza y la violencia, por fin, deja de ser histriónica para volverse seca y definitiva. Incluso la banda sonora de Alan Silvestri, que hasta entonces parecía cumplir con oficio sin convicción, encuentra un tono más melancólico y contenido, acompañando el desenlace con una gravedad inesperada.

No estamos ante una obra que enamore, ni mucho menos. Atrapados sin salida no es una película redonda ni especialmente memorable. Pero vista con el prisma adecuado —entendiendo el momento histórico en el que fue concebida— se revela como una rara avis: un híbrido extraño entre thriller erótico pre noventero, cine negro agotado y polar francés reinterpretado desde la América profunda más curiosamente afrancesada.

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Richard Gere sneaks up on Kim Basinger in a scene from the film ‘No Mercy’, 1986. (Photo by TriStar/Getty Images)

Además, queda el placer casi arqueológico de ver a Richard Gere y Kim Basinger en pleno esplendor icónico, cuando ambos encarnaban una idea muy concreta de glamour y deseo ochentero: cuerpos filmados como mitos, no como personas. Un cine que ya no existe, para bien y para mal.

Atrapados sin salida no es una película que se defienda sola. Necesita contexto, distancia y cierta indulgencia. Pero, aceptadas sus contradicciones, ofrece algo cada vez más raro: la posibilidad de observar cómo un cineasta y una industria intentan escapar de sus propios clichés a mitad de camino, aunque solo lo consigan en el último tramo. A veces, incluso las películas fallidas saben redimirse cuando deciden mirar hacia otro lugar.

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