Carne de piedra, piel de tierra: liturgia erótica de lo telúrico

Carne de piedra, piel de tierra: liturgia erótica de lo telúrico

Hay cuerpos que no se miran: se veneran. Hay pieles que no son simple superficie, sino territorio antiguo, casi geológico. Así es la carne desnuda y voluminosa de la mujer que hoy nos ocupa, esa figura escultural cuya anatomía no se deja atrapar por el lenguaje de la moda ni por la métrica de la pasarela. Su cuerpo no responde al canon, lo desborda. Es más: lo reescribe desde la materia primordial, desde una sensualidad ancestral que la une no con las revistas, sino con los relieves de las diosas prehistóricas, con las Venus de piedra que alguna vez fueron oráculo del deseo humano.

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Su piel —tibia, opaca, vibrante— no brilla: respira. No refleja la luz, la absorbe. Tiene el color de la tierra húmeda después de la lluvia, ese marrón dorado que se adhiere a los dedos cuando uno cava con las uñas, cuando la pasión se vuelve acto agrícola. En ella hay grietas, poros, líneas, pliegues… pero nada sobra, nada distrae. Cada curva es un cauce; cada volumen, una colina donde el tacto quisiera extraviarse sin mapa. Su cuerpo entero es un continente fértil, denso, mineral.

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El erotismo que emana no es el de la provocación explícita ni el de la lencería estratégica. Es el de la fuerza tranquila. Uno la imagina de pie sobre una roca, bajo un cielo mate, sin artificio alguno, con los muslos abiertos como un valle y el torso erguido como un tótem. En ella no hay poses: hay posición. No seduce, irradia. Su piel —seca como el barro cocido, a veces húmeda como la arcilla recién moldeada— es al mismo tiempo continente y origen, trampa y refugio.

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Al acariciar su vientre, uno no toca solo una mujer: palpa una promesa agrícola, una montaña silenciosa. Al recorrer su espalda, se tienen sensaciones de basalto y sombra, de mineral pulido por el viento. Y en el roce de sus senos —plenos, abundantes, ceremoniales— uno oye un eco lejano de ritos antiguos, como si en esa curva aún habitara la música de la fertilidad primigenia.

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El vello fino que adorna su piel es como la hierba que cubre una colina antigua. No entorpece: acompaña. Sus labios no besan, muerden el aire. Su ombligo, ese pequeño cráter de carne, es la entrada a un volcán dormido que sólo se despierta con palabras antiguas, con silencios compartidos.

Quien la mira no desea desnudarla: ya lo está. Lo que anhela es descifrarla. Como una ruina sagrada, su cuerpo exige devoción y tiempo. No se explora con premura ni se consume con hambre. Su erotismo no es urgencia, es ritmo lento de piedra que se deja pulir con lluvia. Es fuego bajo tierra.

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