Crítica de ‘Avatar: fuego y ceniza’ (2025), el tercer elemento del alma
Crítica de ‘Avatar: fuego y ceniza’ (2025)
James Cameron no está haciendo secuelas. Está trazando un mapa moral. Tres películas, tres fuerzas primordiales, tres estaciones de un mismo viaje existencial. Avatar: fuego y ceniza no llega para superar a la anterior en espectáculo —aunque lo haga—, sino para completar una idea: después del origen y del amor, solo podía llegar la duda. Y con ella, el odio.
Si en la primera Avatar la fe y la naturaleza se alzaban como madre absoluta —Pandora como útero del mundo, Eywa como conciencia creadora—, y si en El sentido del agua el cineasta descendía al vientre marino para consagrar a la familia como núcleo del sentido de la existencia, ahora Cameron nos empuja sin concesiones hacia el fuego. No como elemento visual, sino como estado del alma. El fuego que quema las certezas, que convierte la fe en ceniza y el amor en sospecha.

Porque tras la madre naturaleza que nos gesta y el vientre oceánico que protege el amor familiar, aparece lo inevitable: la fractura. Fuego y ceniza introduce la idea más incómoda de toda la saga: que incluso en el paraíso existe la vileza. Que el mal no es un injerto humano sobre Pandora, sino una posibilidad latente en cualquier ser que se sienta abandonado.
La aparición de la Gente de la Ceniza, el clan na’vi del fuego, no es un giro exótico ni una simple ampliación del lore. Es la constatación de que no hay Edén sin serpiente. Liderados por una extraordinaria Oona Chaplin —magnética, herida, feroz—, estos na’vi no representan al enemigo externo, sino al espejo oscuro del propio mundo de Pandora. Son la fe que se ha roto, la devoción que se ha transformado en rencor. No luchan contra Eywa: luchan porque sienten que Eywa los ha olvidado.

Aquí Cameron deja claro que Avatar nunca fue una historia de buenos y malos, sino de estados del espíritu. Si hay amor y unión, existe su contrario. Si hay familia como refugio, hay familia como herida. Y si hay fe absoluta, también hay abandono. El fuego no destruye Pandora: la revela.
Visualmente, Cameron sigue demostrando un control absoluto del lenguaje cinematográfico, pero esta vez la imagen no busca deslumbrar, sino acompañar el derrumbe emocional. No hay sustitución directa de las coreografías acuáticas por pirotecnia espectacular. El fuego aquí es más interior que físico. La cámara observa cómo se resquebraja una familia, cómo el duelo erosiona los vínculos, cómo la certeza se convierte en pregunta.

El mayor logro de Fuego y ceniza reside precisamente en ese vuelco narrativo: la saga deja de mirar hacia afuera para mirar hacia dentro. El dolor ya no es abstracto ni colectivo, sino íntimo. Cameron desmonta la fortaleza emocional que había construido con paciencia durante dos películas y nos enfrenta a las grietas de una fe que parecía inquebrantable. Pandora, por primera vez, no es solo un mundo ideal: es un reflejo inquietantemente humano.
Así, esta tercera entrega se erige como la pieza necesaria de un tríptico existencial: origen, amor y odio. Madre naturaleza, familia y fuego. Creación, sentido y pérdida. Cameron no cierra caminos: los abre. Y la gran pregunta queda suspendida en el aire, como ceniza aún caliente: si esto es lo que somos —si esto es todo lo que tenemos—, ¿qué nos queda por llegar?
Más que una secuela, Avatar: fuego y ceniza es una advertencia. Y quizá, también, una confesión.



