Crítica de Stranger Things 5: el tuerto en el reino del brillo digital

En este extraño país nuestro —cada día más gobernado por los dictados invisibles del algoritmo, los shorts que duran menos que insulto a la inteligencia humana y los tutoriales grabados en salones sin ventanas— Netflix se ha convertido, paradójicamente, en el nuevo palacio del ocio. Un palacio sin columnas, sin frescos, sin textura… un palacio hecho de neón plano y paredes de espuma digital donde el arte apenas logra tocar a la pantalla de nuestras teles. Y aun así, en medio de este páramo luminoso, la quinta temporada de Stranger Things se erige como el tuerto del país de los ciegos: un remanente de algo que un día se llamó “serie”, cuando aún se filmaba con alma y no solo con servidores.

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Netflix ha lanzado ya los primeros cuatro episodios, cuatro horas y media de espectáculo concebido para retener al espectador entre cena y cena navideña, como si el binge-watching fuera el último ritual colectivo que nos queda. La misión, La desaparición de Holly Wheeler, La trampa de Turnbow y El hechicero siguen la estela de lo que la plataforma sabe hacer con excelencia industrial: envolvernos en algo que se siente grande, rápido, reconocible… y profundamente vacío si uno se atreve a mirar debajo del decorado.

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La trama salta a 1987, pero la serie parece más atrapada que nunca en su propia cápsula temporal: los militares dominan Hawkins, Once se entrena entre sombras, los amigos rastrean incursiones al Mundo del Revés y Will sigue siendo un médium emocional entre la vida cotidiana y el eco de Vecna. Viejos conflictos, viejas heridas, viejas dinámicas… como un algoritmo que solo supiera recomendarte lo que ya viste, lo que ya funcionó, lo que ya vendió.

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Todo avanza con ritmo febril, sin pausas ni calma. Los hermanos Duffer han afinado la maquinaria para que nada decaiga, incluso si lo que se mueve es siempre el mismo tiovivo. Hay más presupuesto, claro: planos más largos, criaturas más nítidas, un CGI que brilla como una fruta encerada en un supermercado. En una plataforma donde la estética suele oler a luz LED barata, aquí al menos la factura impresiona: no por artística, sino por robusta, por masiva, por “carísima”, como diría un niño ante un escaparate.

Pero el alma… esa sí que no.

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Los personajes parecen condenados a tocar las mismas teclas una vez más: Max en su limbo, Dustin luchando contra matones, Jonathan y Steve midiendo testosterona por Nancy, Hopper y Once en su eterno tira y afloja, Will entre la emancipación y la maldición. No crecen: orbitan. No respiran: repiten. Es un déjà vu diseñado con precisión matemática.

Las referencias, siempre parte del encanto, se amplifican hasta el barroquismo: El mago de Oz, Alicia, Una brecha en el tiempo, cómics, música, televisión… un menú pop que funciona como señuelo para nostálgicos pero que rara vez trasciende la cita en sí. Como si Netflix temiera que sin guiños el público dejara de ver, de comentar, de alimentar el ecosistema del visionado inmediato.

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¿Funciona la temporada? Sí, en el sentido más Netflix posible: engancha, entretiene, se desliza como agua tibia. Pero muestra, también, que la serie necesita cerrar ya su ciclo. No porque haya perdido espectacularidad —la tiene, y en abundancia— sino porque ha perdido misterio, textura, vulnerabilidad. Todo se explica, todo se verbaliza, todo se sirve masticado, porque las plataformas ya no confían en el silencio. Quieren claridad para que nadie “abandone el episodio”.

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Lo que un día fue chispa ochentera, luces titilantes y olor a cinta magnética, ahora es un eco amplificado hasta deformarse. Como si la nostalgia hubiera sido pasada por un deshumidificador digital.

Y aun así, aquí estamos. Viéndola. Comentándola. Buscando en sus sombras el destello de aquello que Netflix ya no sabe producir: alma, riesgo, imperfección bella. Stranger Things 5 no es cine, pero en un mundo gobernado por clips de quince segundos, se siente casi como si lo fuera.

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Quizá en los cuatro episodios finales llegue ese último relámpago. Ese broche dorado que recuerde que, antes de las métricas, existía el arte. Y que incluso en la fábrica infinita del contenido hay, a veces, un gesto final que brilla. Como el tuerto, sí… pero brillando.

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