sexo real y autoría fuera del porno

Cuando el cine cruza el umbral: sexo real y autoría fuera del porno

El cine pornográfico nació casi al mismo tiempo que el propio cinematógrafo. Bastó que Eugène Pirou intuyera el potencial de aquellas imágenes en movimiento para filmar, en 1896, a una mujer desnudándose frente a la cámara en Le coucher de la mariée. No era todavía una revolución estética, pero sí una revelación: el deseo había encontrado su primer soporte mecánico.

Desde aquel striptease primitivo de Louis Willy, el sexo explícito emprendió un camino paralelo al del cine oficial, creciendo en túneles, márgenes y circuitos clandestinos, lejos de la respetabilidad cultural. Hubo que esperar a la sacudida moral de los años sesenta para que ciertas barreras comenzaran a resquebrajarse y el cuerpo —por fin— reclamara su lugar en la pantalla grande sin pedir permiso.

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Películas como Soy curiosa (amarillo) de Vilgot Sjöman o Garganta profunda de Gerard Damiano redefinieron, cada una desde su trinchera, los límites del erotismo y la pornografía. Pero ese no es el territorio que nos ocupa. La abundancia de material X en la era digital ha vaciado de misterio al porno como fenómeno. Lo verdaderamente incómodo, lo que sigue provocando debates y miradas esquivas, es la irrupción del sexo no fingido en el cine de autor, en películas pensadas para festivales, salas de arte y ensayo, y públicos que prefieren pensar que el deseo siempre es metafórico.

Llámese puritanismo elegante o hipocresía bien vestida, el hecho es que el sexo real en el cine “serio” continúa generando una mezcla de fascinación y rechazo. Especialmente cuando no se trata de simulación, sino de actos sexuales auténticos filmados en primer plano, sin red ni coartada.

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El larguísimo cunnilingus de Mektoub, My Love: Intermezzo (2019) sigue siendo uno de los episodios más comentados —y discutidos— de la historia reciente del Festival de Cannes. Y ahora que su continuación, Mektoub, My Love: Canto Due, vuelve a circular por festivales, resulta pertinente mirar atrás y repasar algunas de las películas que, a lo largo de las últimas décadas, han convertido el sexo explícito en una herramienta narrativa, estética o directamente provocadora.

Bruno Dumont abrió fuego con La vie de Jésus (1997), un debut áspero y frontal que intercalaba escenas de penetración real en una historia ya de por sí incómoda, protagonizada por actores no profesionales. No había erotismo complaciente, sino brutalidad cotidiana, cuerpos filmados como hechos sociales.

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Bertrand Bonello, en Le pornographe (2001), optó por un juego de espejos: un drama existencial protagonizado por Jean-Pierre Léaud como director de cine X, donde la presencia de actores porno permitía mostrar eyaculaciones reales sin abandonar el marco del cine de autor. El sexo como trabajo, como industria, como desgaste.

En The Brown Bunny (2003), Vincent Gallo llevó la intimidad a un extremo casi suicida. La célebre felación explícita protagonizada por Chloë Sevigny no fue un truco publicitario, sino el clímax de una película atravesada por la melancolía y el vacío emocional. Filmada en soledad, sin equipo, la escena se convirtió en símbolo de una época en la que Cannes todavía podía escandalizarse.

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Zentropa, la productora asociada a Lars von Trier, proclamó el Puzzy Power Manifesto y produjo All About Anna (2005), dirigida por Jessica Nilson. Una película concebida desde una perspectiva femenina, con sexo explícito integrado en un melodrama sentimental que aspiraba a hablar del deseo sin cinismo ni explotación.

Michael Winterbottom, en 9 Songs (2004), decidió eliminar todo lo superfluo del relato romántico para centrarse en lo que casi nunca se muestra: el sexo como lenguaje íntimo de pareja. Nueve canciones en directo, nueve encuentros sexuales reales, y una historia de amor narrada a través del cuerpo.

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John Cameron Mitchell radicalizó esta línea en Shortbus (2006), un retrato coral del deseo contemporáneo donde las prácticas sexuales —heterosexuales y homosexuales— se muestran con naturalidad casi doméstica. El sexo deja de ser espectáculo para convertirse en costumbre, en forma de comunicación.

Lars von Trier, siempre dispuesto a empujar el límite, recurrió a actores porno tanto en Anticristo (2009) como en Nymphomaniac (2013). En ambos casos, el cineasta danés utilizó inserciones explícitas —ya fuera mediante primeros planos o composiciones digitales— para subrayar una idea recurrente en su obra: el cuerpo como campo de batalla moral, psicológico y metafísico.

Gaspar Noé llevó la provocación a otra dimensión con Love (2015), una tragedia amorosa filmada con sexo real y eyaculaciones en 3D, como si quisiera recordar que el escándalo técnico no anula el dolor emocional. El placer, aquí, siempre llega tarde.

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El tríptico Mektoub, My Love, iniciado con Canto Uno (2016), culmina esta genealogía del exceso. Abdellatif Kechiche abre su primera entrega con una escena sexual de larga duración y convierte el deseo en eje absoluto de un relato donde el cuerpo femenino es observado, celebrado y discutido hasta el agotamiento.

Estas películas no buscan excitar de forma convencional. Su objetivo es otro: tensar la frontera entre representación y realidad, entre cine y carne. Son obras incómodas, discutibles, a veces profundamente problemáticas. Pero también recuerdan algo esencial: que el cine, cuando se atreve a mirar sin parpadear, sigue siendo un arte capaz de incomodar, de perturbar y de revelar aquello que preferimos mantener fuera de plano.

Porque el verdadero escándalo no es el sexo. El escándalo es que aún nos sorprenda verlo.

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