Cuando las fusiones arrasan: de Activision a Warner, el precio humano de hacer más ricos a los inversores
La historia reciente ya nos ha enseñado cómo termina este tipo de celebraciones corporativas. Cuando Microsoft compró Activision Blizzard, el discurso fue luminoso, casi mesiánico: sinergias, futuro, estabilidad. La realidad llegó después, siempre después: miles de despidos, cierres de estudios, proyectos cancelados, talento expulsado del sistema como si nunca hubiera importado. El aplauso de los mercados sonó fuerte; el silencio de los trabajadores, aún más.
Ahora el ciclo amenaza con repetirse. La compra de Warner Bros. Discovery por parte de Netflix no es solo una operación industrial descomunal: es una bomba de relojería laboral. Y los primeros en quedar señalados son los estudios de videojuegos de Warner Bros., tratados desde el primer minuto como un estorbo contable, como un apéndice sin “valor” dentro del modelo de negocio de la plataforma.
Las palabras de Gregory Peters, codirector ejecutivo de Netflix, no dejan lugar a dudas ni siquiera para el autoengaño. Ha reconocido abiertamente que Warner Bros. Games nunca fue considerada parte esencial de la operación. Grandes estudios, gente excepcional, proyectos exitosos… todo eso queda relegado a una nota al pie, a una posible venta futura, a una limpieza de balances. El lenguaje es exquisitamente frío: no hablan de cerrar estudios, hablan de “no incluirlos en el modelo”. La consecuencia es la misma.

Este guion ya lo conocemos. Primero, la adquisición se vende como una victoria cultural. Después, llega la racionalización: activos que no encajan, duplicidades, recortes necesarios. Finalmente, el ajuste real: despidos masivos, cancelaciones, equipos disueltos. Detrás de cada palabra amable hay una nómina que desaparece, una carrera rota, una vida puesta en pausa. Pero eso no entra en la presentación para inversores.
El caso de los videojuegos es especialmente sangrante porque Warner Bros. Games no es un experimento marginal. Ha construido franquicias sólidas, ha demostrado músculo creativo y ha sabido dialogar con el cine y la televisión desde el respeto al medio interactivo. Hogwarts Legacy no fue un accidente. Fue trabajo, riesgo y talento. Nada de eso importa cuando la empresa compradora solo ve cifras y prioridades algorítmicas.
Netflix no compra Warner para cuidar ecosistemas creativos. Compra marcas, nombres, universos explotables en formato de contenido. Todo lo que no entre en ese carril —cines, videojuegos, desarrollos a largo plazo— se vuelve prescindible. Exactamente igual que ocurrió con Activision tras su absorción. Exactamente igual que ocurrirá aquí si no se dice lo contrario con claridad.
Y lo más inquietante es la pasividad con la que se nos pide aceptar este proceso. Como si fuera el orden natural de las cosas. Como si enriquecer aún más a unos pocos justificara enviar a la ruina a miles de trabajadores cualificados. Como si el público no tuviera nada que decir, cuando es precisamente ese público quien sostiene con su dinero todo el sistema.
No, no podemos quedarnos de brazos cruzados. No cuando ya hemos visto cómo terminan estas operaciones. No cuando se repite el mismo discurso, con los mismos eufemismos, y las mismas víctimas. Defender la cultura no es solo defender las obras; es defender a quienes las hacen posible.
La compra de Warner por parte de Netflix no es un capítulo aislado, es otro eslabón de una cadena que convierte la creación en descarte y el talento en residuo. Y si algo nos enseñó el caso Activision es que, una vez ejecutado el ajuste, ya no hay marcha atrás. Solo queda la estadística y el comunicado.
El público aún está a tiempo de entender que estas fusiones no son inevitables ni neutrales. Son decisiones políticas y económicas. Y como tales, pueden y deben ser cuestionadas. Porque cuando el beneficio se concentra arriba, la ruina siempre se reparte abajo.



