Cuando los puñetazos se volvieron besos de chocolate: la decadencia de la acción a cámara lenta

Hubo un tiempo en que la acción en el cine latía al mismo pulso que la vida: real, súbita, implacable. Un puñetazo, un disparo, un salto… todo ocurría a tiempo real, y el espectador lo recibía como un impacto directo en el estómago. La violencia no necesitaba ser decorada, se presentaba como una ráfaga que nos recordaba lo frágil que podemos ser. Directores como Sam Peckinpah, con sus ballets de pólvora, o Walter Hill, con su crudeza urbana, utilizaron la cámara lenta como bisturí para diseccionar lo atroz, no para embellecerlo. Ralentizar un instante era subrayar la barbarie, mostrar cómo la brutalidad se despliega en su verdad desnuda.

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Pero con el paso de las décadas, aquel recurso expresivo se convirtió en un espectáculo coreográfico. El influjo de los Shaw Brothers y sus danzas marciales quiso detenerse también en el detalle, como si el cine buscara imitar un documental de National Geographic sobre un colibrí en vuelo. Así nació una tendencia irresistible: el ralentí como ornamento, el golpe transformado en floritura.

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Hoy, casi ninguna escena de acción llega sin su festín de planos imposibles, ralentizados, aderezados con sangre digital que salpica al espectador desde un teclado. Lo que en manos de un Zhang Yimou alcanzaba el grado de arte plástico —una sinfonía de colores y cuerpos en tensión— se ha degradado en rutina mecánica, un sello de fábrica donde la violencia perdió filo y el espectáculo repite sus pasos como un musical de hierro y pólvora.

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Comparar a Bruce Lee lanzándose de verdad, con músculos y huesos en riesgo, frente al salto inverosímil de un doble suspendido por cables y retocado por CGI, es comparar la electricidad del rayo con la tibieza de un vídeo ralentizado de YouTube. La acción ya no golpea: acaricia. Las balas no hieren: dibujan arabescos digitales. Lo que fue catarsis hoy es ballet; lo que fue adrenalina se convirtió en poesía melosa.

Y así, cada tiroteo, cada patada, cada explosión, se ha vuelto un vals de cisnes bélicos: hermoso en la superficie, pero sin mordida. Los golpes ya no revientan la sala, apenas rozan con dulzura. No sentimos la violencia como puñetazo: sentimos un beso de chocolate, lento, inofensivo, destinado a deshacerse en el paladar antes que en la memoria.

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