El ADN resucita el sabor del garum, la salsa más pestilente y codiciada del Imperio romano
El ADN resucita el sabor del garum, la salsa más pestilente y codiciada del Imperio romano
En los márgenes costeros de Galicia, donde la tierra se funde con el salitre ancestral, el pasado ha vuelto a abrir la boca. Los arqueólogos han logrado desentrañar, gracias al ADN, la receta real del garum, aquella pócima salobre y fermentada con la que los romanos embadurnaban su dieta como si se tratase de oro líquido del mar. En el yacimiento de Adro Vello, en O Grove (Pontevedra), un puñado de huesecillos invisibles al ojo, fragmentos de sardinas casi pulverizadas, han recobrado voz científica gracias a la arqueogenómica. Y han confesado: Sardina pilchardus, la misma especie que aún hoy navega nuestras aguas, era uno de los ingredientes esenciales de esta joya de la putrefacción marina.
Como una madre de soja oriental o una abuela de sal occidental, el garum reinaba en las mesas imperiales. De aroma penetrante —demasiado para narices tímidas— y sabor umami envolvente, esta salsa hecha de vísceras de peces fermentadas era el condimento universal de Roma. Séneca, entre asqueado y fascinado, la calificó como “una podredumbre preciosa”, y Plinio el Viejo alabó con fervor la que se cocía en Cartago Nova, hoy Cartagena, por su refinamiento casi divino. Su elaboración era un arte industrial y meticuloso, cocinado en grandes factorías de salazón —las cetariae— que punteaban las costas de Hispania y el norte de África como santuarios del gusto salado.

Pero hasta hoy, la receta exacta del garum había permanecido sumida en el misterio, referida en antiguos recetarios con vagas pinceladas, como si los cocineros del imperio se guardasen el secreto con celos de alquimista. La ciencia moderna, sin embargo, ha resucitado los ingredientes gracias al ADN ancestral. Un equipo de investigadores españoles y portugueses, valiéndose de técnicas de secuenciación genética, ha logrado identificar los restos orgánicos que yacían al fondo de las cubas de piedra de Adro Vello, revelando con certeza la presencia de sardinas europeas.
Estas instalaciones, activas en el siglo III d.C., se consagraban tanto al consumo local como al comercio de largo alcance. Su capacidad de conservar el garum durante meses —incluso años— lo convertía en una mercancía tan valiosa como la pimienta o el vino. Grandes peces como el atún eran despojados de sus entrañas y enterrados en sal para su conservación. Pero los peces humildes, pequeños y poco valorados, como las sardinas, las anchoas o las caballas, eran sacrificados enteros para transformarse en esta ambrosía de la putrefacción controlada.
Las espinas, vértebras y escamas extraídas en Adro Vello, aunque deformadas por la molienda y la salmuera, han hablado gracias a la ciencia del ADN. Según Paula F. Campos, del Centro Interdisciplinar de Investigación Marina e Ambiental (CIIMAR), estos restos, invisibles al ojo experto, han permitido identificar con exactitud la especie, algo que hasta ahora se creía imposible. «Demostramos que incluso en entornos de fermentación agresiva, como los utilizados para producir garum, el ADN puede sobrevivir y contarnos su historia», concluye la investigadora.

El hallazgo tiene implicaciones profundas para la arqueología del futuro. Ya no serán necesarios esqueletos enteros ni peces momificados para conocer lo que comieron los antiguos. Un simple huesecillo triturado en la penumbra de una cuba puede, ahora, hablar con voz clara.
Así, el garum, esa salsa que olía a cadáver marino pero sabía a gloria imperial, ha sido por fin descifrada. Y aunque probablemente nuestras cocinas modernas no estén listas para su retorno, su historia —escrita esta vez con letras de ADN— queda sellada para siempre entre el mito, la ciencia y la sal.