El canon según Netflix: anatomía de un publirreportaje disfrazado de evangelio cultural
De vez en cuando, los medios generalistas nos regalan un milagro contemporáneo: la aparición súbita de un canon. No surge de la crítica, ni del tiempo, ni del consenso secreto entre espectadores atentos. No. Nace en una entrevista, cuidadosamente iluminada, firmada por un vicepresidente y publicada en forma de reportaje laudatorio en un diario respetable. Esta vez el profeta es Diego Ávalos, vicepresidente de contenidos de Netflix para España, Portugal y Turquía, y el púlpito elegido es ABC. El mensaje: Netflix estaría definiendo el canon audiovisual del siglo XXI.
Conviene detenerse aquí, respirar hondo —solo una vez— y leer despacio.
El canon no se elige. El canon ocurre. Se decanta con los años, a veces con décadas, casi siempre a pesar de los departamentos de marketing. Pensar que una plataforma puede “elegir” el canon es confundir la historia del arte con un plan de contenidos trimestral. Pero el reportaje insiste, con una sonrisa blanqueada a golpe de presupuesto publicitario: las series, las películas, los productos de Netflix no solo entretienen, sino que marcan época, definen lenguaje, crean referentes. Todo muy serio. Todo muy falso.
Porque lo que se nos vende como reflexión cultural no es más que contenido de pago. Publicidad encubierta. Un publirreportaje que adopta el tono del ensayo para no parecer lo que es: una operación de limpieza simbólica. Netflix no compra solo espacios, compra legitimidad. Compra relato. Compra la ilusión de que su modelo industrial tiene un poso artístico que, en realidad, aparece de forma excepcional y casi accidental.

Diego Ávalos —apellido sugerente en un país donde los avales ideológicos pesan más que las obras— habla maravillas de un supuesto nuevo canon audiovisual. Pero no hay canon. Hay catálogo. No hay referentes sólidos. Hay ruido. El 5% de las producciones de las grandes plataformas puede aspirar, con suerte, a una consideración artística. El otro 95% es material de consumo rápido, narrativas infladas, dramatizados intercambiables, series que se olvidan antes de que el algoritmo recomiende la siguiente. No es cultura: es rotación.
El canon, cuando existe, es cruel. Deja fuera casi todo. Por eso las plataformas lo detestan. Prefieren hablar de diversidad, volumen, impacto, conversación social. Palabras amables que esconden una realidad incómoda: se produce mucho para que nada importe demasiado. El diseño no busca la permanencia, sino la adhesión temporal. Que el espectador no piense, que no compare, que no recuerde. Que consuma.
Lo más inquietante no es que Netflix se venda bien —eso entra dentro de su oficio—, sino que determinados medios acepten el juego sin rubor, travistiendo la publicidad de reflexión cultural. El lector cree estar leyendo un análisis sobre el audiovisual contemporáneo cuando en realidad está asistiendo a una rueda de prensa suavizada, sin preguntas incómodas, sin contexto histórico, sin memoria crítica.
Hablar hoy de canon audiovisual del siglo XXI exige enfrentarse a una verdad molesta: vivimos en una era profundamente anticánica. Todo envejece rápido, casi nada sedimenta. Y no pasa nada por admitirlo. El problema es fingir lo contrario y pagar para que otros lo escriban por ti.
Netflix no está construyendo un canon. Está ocupando espacio. Mucho espacio. Y cuando alguien, desde la comodidad de un cargo ejecutivo, afirma lo contrario en un diario centenario, no estamos ante una revelación cultural, sino ante una coreografía perfectamente ensayada entre poder económico y relato mediático.
El canon, si algún día aparece, no pedirá permiso ni firmará entrevistas. Llegará tarde, silencioso, y probablemente señalará con el dedo a muy pocas obras. Y casi ninguna habrá nacido pensando en gustar a un algoritmo.



