El desdoblamiento de Shane Black: entre la mesura ajena y la comedia desbordada
Hay guionistas que parecen escribir con dos manos distintas, como si en una viviera la pulsión contenida de un narrador clásico y en la otra la travesura incendiaria de un niño con cerillas. Shane Black es uno de esos raros casos. Su carrera, vista con la distancia que da el tiempo, parece trazada por un bisturí que separa con precisión dos vertientes creativas: la del Black guionista a secas, moderado, sobrio y hasta con inclinaciones dramáticas; y la del Black autor total —guionista y director—, donde la realidad se disuelve en un carnaval de chistes, excesos y caos autoconsciente.
El Shane Black de otros ojos
En todas esas colaboraciones, el director actúa como freno de mano, como arquitecto de límites. Black aporta la chispa, el ingenio afilado y las estructuras narrativas de relojero; los realizadores imponen un corsé de verosimilitud y drama que no deja que las carcajadas saboteen la tensión emocional.
En sus años de gloria como guionista, Black fue filtrado por el pulso de directores que lo supieron domar. Lethal Weapon bajo la batuta de Richard Donner se convirtió en un modelo de equilibrio entre el buddy cop corrosivo y la gravedad de la violencia urbana ochentera. La química entre Gibson y Glover no habría tenido el mismo peso si Donner no hubiese encontrado un contrapeso entre la melancolía de Murtaugh y la demencia suicida de Riggs.

Lo mismo ocurre con The Last Boy Scout en manos de Tony Scott: la aspereza de Bruce Willis y Damon Wayans se beneficia del temple visual y del ritmo implacable de Scott, que nunca deja que los one-liners se traguen la desesperación de fondo. Incluso en The Long Kiss Goodnight, dirigida por Renny Harlin, lo desbordado del guion se siente contenido por el empaque mainstream de un thriller que mantiene, a su manera, la respiración dramática.
El Shane Black dueño de su circo
Pero cuando Black se sienta en la silla del director, las compuertas se abren. Kiss Kiss Bang Bang, The Nice Guys o The Predator muestran un autor liberado, entregado al vértigo de su propio ingenio. El ritmo es más nervioso, la ironía se desborda hasta invadir cada poro del relato, y el absurdo se convierte en norma. Los personajes parecen hablar como si todos hubiesen leído el mismo manual de humor negro y sarcasmo.

El resultado es fascinante y agotador a la vez: la comedia triunfa sobre el drama, lo improbable se impone a lo realista. Lo que en sus guiones de los 80 y 90 latía bajo la piel como una corriente eléctrica, aquí estalla en fuegos artificiales. Son películas autoconscientes de su condición de artificio, casi cómics vivos, pero pierden algo que en su etapa de guionista puro aún sobrevivía: la herida emocional, la vibración del peligro, la sensación de que detrás de los chistes había un filo dramático que podía cortar.
La paradoja del control
El caso de Black es una paradoja deliciosa: cuanto más control tiene sobre su obra, más se descontrola esta en pantalla. Cuando cede poder al director, surge un equilibrio casi clásico, donde el humor convive con la emoción. Cuando él mismo dirige, el humor se convierte en el centro gravitacional que todo lo absorbe, desplazando el drama hasta un rincón donde apenas sobrevive como eco lejano.
Este doble rostro hace que su filmografía sea un laboratorio sobre el papel del director como moderador del guionista. ¿Debe el escritor ser domado para que el drama resplandezca? ¿O debe dejarse que el autor arda en su propio fuego de ironías y excesos?
En el fondo, Shane Black es ambas cosas: el dramaturgo escondido tras la sobriedad de Donner o Scott, y el bufón genial que, cuando se autogobierna, convierte el cine en una feria verbal donde lo improbable se vuelve ley. Su grandeza está en esa esquizofrenia creativa que nos obliga a elegir entre la tensión y la carcajada, entre el filo del peligro y el confort de la comedia absurda.
Y quizás lo más fascinante sea precisamente esa contradicción: un artista que solo encuentra equilibrio cuando no manda del todo sobre sí mismo.