El día en que los dados se electrificaron: los orígenes del videojuego de rol

Hubo un tiempo anterior a los mundos persistentes, las barras de experiencia y los menús llenos de estadísticas. Un tiempo en el que los ordenadores ocupaban salas enteras y su misión no era entretener, sino calcular, educar, clasificar. Y, sin embargo, hace cincuenta años, alguien decidió que aquellas máquinas severas podían lanzar hechizos, calcular daño por espada larga y abrir puertas secretas. Así nació el videojuego de rol.

Lo fascinante no es que haya un punto de origen claro —lo realmente jugoso es que no lo hay. Como en toda buena mitología, los héroes llegaron casi a la vez, cada uno empuñando su propio algoritmo sagrado. Lo único seguro es el pulso cultural que los inspiraba: el eco recién nacido de Dungeons & Dragons.

De la mesa al monitor

En 1974, Dungeons & Dragons salió al mundo con apenas 3.000 copias vendidas y un poder de contagio casi místico entre estudiantes universitarios. Su lenguaje —clases, niveles, puntos de vida, azar regulado por dados— era casi una ecuación viviente, perfecto para trasladarse a máquinas que podían calcular probabilidades más rápido que cualquier director de partida. Y muchos de esos jugadores resultaron ser también programadores.

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Así, en 1975, empiezan a aparecer los primeros experimentos: pedit5, dnd, Dungeon. No eran videojuegos tal como hoy los entendemos; eran embriones digitales de dragones, mazmorras y hojas de personaje. A veces instalados a escondidas. A veces camuflados bajo nombres que sonaban al título de un manual de estadística para evitar ser borrados por el profesor de turno.

PLATO, la mazmorra secreta donde todo sucedió

Buena parte de estos juegos nació en una red primitiva llamada PLATO: un sistema creado en la Universidad de Illinois que conectaba terminales de plasma, pantallas táctiles rudimentarias y miles de usuarios mucho antes de que Internet fuera un concepto. Allí convivían foros, chat, correo electrónico… y, por supuesto, videojuegos.

PLATO fue el primer gremio digital de aventureros. Programadores que subvertían un proyecto académico para convertirlo en una taberna clandestina de mazmorras virtuales. Era el paraíso perfecto: ordenadores potentes, jugadores obsesionados y un flujo de ideas colectivo que aún no sabía que estaba inventando un género.

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Las primeras mazmorras

  • pedit5 (Rusty Rutherford, 1975)
    Estableció la estructura básica del dungeon crawl: habitaciones conectadas, encuentros aleatorios, tesoros y estadísticas heredadas de D&D. Solo guardaba 20 personajes simultáneos, como si fuera una primitiva sala multijugador. Muchos lo consideran el primer roguelike espiritual.
  • dnd (Gary Whisenhunt y Ray Wood, 1975)
    No solo amplió el diseño de mazmorra: introdujo la idea de progresión acumulativa y la posibilidad de salir, descansar y volver más fuerte. Para evitar que los jugadores se dedicaran a farmear oro y huir, surgió un objetivo final: un dragón custodiando el Orbe. Ahí nació el primer jefe final de la historia del videojuego.
  • Dungeon / Moria / los primeros MUDs
    En la Costa Oeste, Don Daglow creó Dungeon con línea de visión, niebla de guerra y NPCs inteligentes; avances que parecían magia oscura para la época. En paralelo, en PLATO surgieron Dungeon y Moria, permitiendo hasta diez jugadores simultáneos. Era el germen de los MMORPG, solo que sin ancho de banda ni dragones renderizados.

Quién fue el primero: la eterna pregunta

Como cualquier mito fundacional, determinar quién llegó primero es parte del juego. No importa tanto adjudicar una corona, sino comprender ese estallido simultáneo de creatividad, como si los dados, la estadística y la fantasía hubieran despertado al mismo tiempo en diferentes campus.

Lo esencial es esto:
1975 no solo vio nacer juegos, sino la idea de que un ordenador podía ser un narrador.

Los roles dejaron de pertenecer a una mesa, y empezaron a vivir dentro de un código.

Cuando la mazmorra aprendió a hablar: de PLATO a Ultima, Wizardry y la división del camino

Los primeros RPG digitales fueron cavernas experimentales, algoritmos recitando mecánicas recién escapadas de Dungeons & Dragons. Pero hacia finales de los 70 y principios de los 80, ocurre algo extraordinario: el género deja de ser un experimento universitario para convertirse en industria. Los héroes dejan los pasillos de universidades en Illinois y California y comienzan a vivir en discos, manuales ilustrados y estanterías de tiendas especializadas.

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Y dos nombres emergen como constelaciones cardinales: Richard Garriott y Robert Woodhead.

Ultima: el rol como mundo, no como tablero

Garriott, más alquimista que programador, soñaba con mundos abiertos antes de que existiera el término. La saga Ultima no solo permitía explorar, sino habitar un universo coherente: ciudades, reinos, ética, lore y personajes con voz propia. Introdujo ideas tan trascendentes como la moralidad jugable (Ultima IV), poniendo al jugador ante un espejo espiritual.

Si los primeros RPG eran mazmorras cerradas, Ultima fue el primer horizonte.
El videojuego dejaba de simular D&D y empezaba a crear su propia filosofía.

Wizardry: la mazmorra se vuelve ciencia exacta

Mientras tanto, Wizardry apostaba por lo opuesto: precisión matemática, combate por turnos, mazmorras profundas como pozos sin fondo. Si Ultima era un atlas, Wizardry era una ecuación infinita: niveles imposibles, planificación obsesiva, muerte como destino estadístico.

Era la primera gran escuela del «hardcore RPG». Su influencia no se quedaría en Occidente.

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El momento en que Japón escuchó la llamada

A principios de los 80, estas obras cruzan el Pacífico en discos y revistas importadas. Y allí, en oficinas de Tokio y Kyoto, ocurre un fenómeno silencioso: los diseñadores japoneses no copian el RPG occidental, lo transforman.

En Japón, Wizardry no era una simple referencia: era una biblia. Su estructura por turnos y mazmorras inspiró Dragon Quest y, más tarde, Final Fantasy. Pero los japoneses aportaron algo nuevo: emoción estructural, melodía, accesibilidad, arco heroico.

Donde el WRPG veía matemáticas, el JRPG vio destino.

El rol dejaba de preguntarse «¿qué puedes hacer?» y empezaba a preguntar «¿quién eres en esta historia?»

Y así, la bifurcación quedó sellada:

Herencia occidentalHerencia japonesa
Sistemas abiertos, elecciones, moralHistoria, personajes, épica emocional
Libertad de mundoDirección autoral
Caos sistémicoEstructura narrativa

Ambas escuelas nacieron del mismo dragón, pero caminaron hacia montañas distintas.

El ciclo de retorno

Décadas después, esos árboles genealógicos volverían a entrelazarse:
Final Fantasy XII abrazando sistemas occidentales; Skyrim buscando la épica emocional japonesa; Dark Souls reinterpretando la crueldad matemática de Wizardry para una generación sin manuales de instrucciones.

El RPG ya no era una ecuación ni un cuento: era una identidad cultural compartida.

El salto a los 90: del pixel al vértigo cósmico

Los años 90 irrumpieron en el paisaje lúdico como una tormenta eléctrica sobre un bosque en calma. El mundo dejó atrás la inocencia cuadriculada de los 8 bits para abrazar un nuevo pulso: más ancho, más profundo, casi geológico. Los 16 bits no fueron simplemente un aumento muscular, sino una brújula estética que empujó a los videojuegos hacia el mito, el drama y la arquitectura emocional. Si los 80 eran la infancia, los 90 fueron la adolescencia: turbulenta, grandiosa, llena de descubrimientos que aún resuenan como ecos astrales.

La era dorada del JRPG: cuando los sueños aprendieron a doler

Con los 16 bits también llegó un fenómeno casi litúrgico: la consolidación del JRPG como templo emocional del videojuego. Aquellos mundos no se limitaban a entretener; buscaban tallar cicatrices en el jugador, recordarle que la fantasía también puede ser un animal trágico.

Final Fantasy VI emergió como ópera de cenizas y vapor, una sinfonía industrial donde dioses mecánicos discutían con héroes derrotados por el destino. No era solo magia pixelada: era sensibilidad política, poesía romántica y tragedia shakesperiana con forma de cartucho. Mientras tanto, Chrono Trigger extendía la mano hacia el tiempo como si fuera una cuerda floja entre eras paralelas, y Secret of Mana regalaba la sensación táctil de caminar por un bosque que respiraba, como si la consola hubiera aprendido a exhalar.

Aquella década no solo construyó historias: construyó memorias.

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El CD-ROM: evangelio polifónico del multimedia

Cuando el CD-ROM aterrizó, trajo consigo un aroma de modernidad que parecía infinito. El cartucho, orgulloso artesano, cedió paso a un disco más ambicioso, dispuesto a expandir horizontes con cinemáticas, voces grabadas, sinfonías orquestales y universos cuya escala rozaba la literatura épica. Era la promesa de una nueva materia prima: el juego como archivo total, como biblioteca interactiva.

Y entonces surgieron dos caminos divergentes: Oriente y Occidente, ambos hambrientos pero con apetitos distintos.

Baldur’s Gate y Diablo: Occidente descubre su propia alma

Mientras Japón convertía la fantasía en tragedia luminosa, Occidente decidió explorar la épica desde el barro, desde la política, desde el filo moral del acero. Baldur’s Gate abrió un portal isométrico hacia la aventura colectiva, donde cada decisión tenía la densidad de una novela de aventuras medieval. Era un viaje menos coreografiado y más humano, donde el jugador flotaba entre códigos éticos y probabilidades numéricas.

Y en la otra esquina del siglo, Diablo encendió una antorcha subterránea. No ofrecía héroes radiales ni destinos mesiánicos, sino una bajada lenta al abismo, como un descenso de Virgilio con interfaz de inventario. El infierno ya no era una metáfora narrativa: era un lugar visitable, saqueable, respirable.

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Los 90, en definitiva, fueron la década donde el videojuego dejó de ser juguete para convertirse en memoria cultural. La tecnología permitió mundos más vastos, pero fue el jugador quien se volvió más profundo. Cada bit ampliado era un latido más: del Mode 7 al CD-ROM, de los héroes trágicos de Final Fantasy VI al acero clandestino de Diablo.

Nada volvió a ser plano.
Nada volvió a ser inocente.

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