EA y el fin del joystick soñado: cómo los fondos asesinan la cultura

La compra de Electronic Arts por un consorcio de fondos de inversión no es solo un movimiento de capital: es un capítulo final, escrito con cifras y balances, en la larga historia de cómo entendíamos el entretenimiento como arte. El anuncio de los 55.000 millones de dólares no resuena como un triunfo económico, sino como la campana que marca el ocaso de un imperio cultural.

Porque, si el cine clásico tuvo su crepúsculo cuando los grandes estudios de Hollywood pasaron de ser talleres de sueños a corporaciones controladas por banqueros, y si Roma cayó cuando sus senadores intercambiaban la virtud republicana por el oro de las provincias, lo que presenciamos hoy en la industria del videojuego es un eco de esas mismas ruinas. El entretenimiento ya no pertenece a quienes lo crean, sino a quienes lo contabilizan.

Electronic Arts, antaño sinónimo de universos arriesgados y de sagas capaces de marcar generaciones, se convierte en un estandarte de cómo las decisiones artísticas son sustituidas por algoritmos y fórmulas financieras. Las promesas de “oportunidades globales” y “experiencias transformadoras” suenan como los discursos imperiales de un César tardío: brillantes, pomposos, pero incapaces de ocultar que lo que se pierde es la espontaneidad del arte, la chispa de la autoría, el temblor humano que hacía de un juego una obra cultural.

Nintendo, en su origen, representó lo contrario: el gesto artesanal, familiar, casi íntimo de convertir el juego en memoria, el ocio en herencia. Esa era del entretenimiento como arte compartido se extingue lentamente, devorada por príncipes saudíes, yernos de presidentes y gestores que nunca conocieron la emoción de un joystick, un acorde o un fotograma.

Lo que viene no es cultura, sino un simulacro de cultura, fabricado con precisión industrial para satisfacer métricas y rentabilidades. Un Coliseo digital donde el público aplaude mientras, en las entrañas del negocio, los creadores pierden la libertad y la voz.

Podríamos decir que estamos entrando en una nueva era, pero sería más exacto reconocerlo: estamos asistiendo al final de una civilización del entretenimiento. Como Roma, como el Hollywood dorado, como los grandes talleres renacentistas, este modelo muere para dejar espacio a algo distinto. La pregunta, como siempre, es quién heredará sus ruinas: ¿los pequeños estudios, los cineastas obstinados, los músicos que se rebelan contra el algoritmo? ¿O nosotros, los jugadores y espectadores, que todavía recordamos que el arte no se mide en dólares ni en descargas, sino en la memoria indeleble de una emoción?

El imperio del entretenimiento se derrumba, y lo que queda es decidir si seremos meros turistas de sus ruinas o los arquitectos de un nuevo renacimiento.

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