El Virtual Boy: el sueño en rojo que quiso adelantar al futuro

Hay objetos que no pertenecen del todo a su tiempo, reliquias que parecen llegadas desde un universo paralelo donde el riesgo se premia más que el éxito. El Virtual Boy de Nintendo —aquel extraño artefacto rojo sangre lanzado en 1995— es uno de esos fantasmas. Una máquina que prometía mundos tridimensionales cuando la mayoría de los hogares aún vivían entre píxeles planos, y que terminó convertida en leyenda por su fracaso tan fulgurante como fascinante.

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Imaginemos la escena: mediados de los 90, las luces de neón aún relucen sobre las calles mojadas por la lluvia de Blade Runner en nuestra memoria colectiva, y el mundo espera con ansias el salto a las tres dimensiones. Gunpei Yokoi, el visionario padre de la Game Boy, soñó con un dispositivo portátil que colocara a los jugadores dentro de un universo en relieve. Pero la tecnología de aquel entonces no permitía colores ni pantallas cómodas. Lo que sí podía ofrecer era un resplandor monocromático, un rojo intenso que parecía extraído del interior de un semáforo ardiente o de un eclipse.

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El Virtual Boy no era realmente portátil: reposaba en un trípode como una criatura de laboratorio, obligando al jugador a inclinarse, casi reverencial, para asomarse a su ventana al futuro. Era incómodo, sí, pero también tenía un aura de experimento secreto, como si Nintendo hubiera filtrado accidentalmente un prototipo de ciencia ficción. Juegos como Wario Land o Red Alarm brillaban en su limitado espectro cromático, y aun así lograban insinuar profundidades imposibles.

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Hoy, entre coleccionistas, el Virtual Boy es una cápsula del tiempo: un recordatorio de cuando Nintendo se atrevía a desafiar las leyes del mercado con gestos románticos. Sus fallos —mareos, incomodidad, precio elevado— no borran el hecho de que fue la primera consola en hacer tangible la idea de un espacio tridimensional envolvente. Su fracaso ayudó a forjar el camino para la Nintendo 64 y, décadas después, para la realidad virtual moderna.

Mirarlo ahora, con su rojo ardiente que quema los recuerdos, es contemplar una carta de amor a lo imposible. El Virtual Boy no triunfó, pero su osadía sigue latiendo: una cicatriz hermosa en la historia del videojuego, un aviso de que a veces el futuro llega disfrazado de error. Y en ese error, paradójicamente, reside parte de su magia.

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