Elizabeth Hurley y el cuerpo como revelación: el desnudo integral de Aria (1987)

En 1987, cuando el cine británico todavía respiraba los excesos visuales de los ochenta y la cultura del videoclip se filtraba en cada plano, una joven actriz prácticamente desconocida, Elizabeth Hurley, dejó caer el velo y mostró al mundo su cuerpo en un desnudo integral frontal dentro del episodio dirigido por Derek Jarman para la película colectiva Aria. Ese instante, fugaz y sin el boato de un gran estreno de Hollywood, fue sin embargo un aldabonazo que marcó el inicio de una de las carreras más icónicas en torno al erotismo elegante de la década siguiente.

El desnudo de Hurley en Aria no puede leerse como un gesto gratuito. Jarman, cineasta pictórico, barroco y político, concibió sus segmentos como piezas de ópera visual, donde el cuerpo era materia escultórica y poética al mismo tiempo. En ese contexto, la irrupción del cuerpo de Hurley fue un gesto estético de pureza marmórea, casi como si el propio cine buscara un nuevo canon de belleza para los años venideros. Frente al cuerpo urbano y descarnado de la punk generation, la actriz se ofrecía como un icono clásico, mediterráneo en su armonía, enmarcado en la desmesura visual de Jarman.

Lo que impactó no fue solo la desnudez en sí, sino el modo en que la cámara la trató: sin la urgencia pornográfica ni la explotación de tantas producciones eróticas de segunda fila, sino con la calma de un ojo pictórico que parecía acariciar la piel como si fuera un lienzo. En esa frontalidad, sin escorzos ni pudores, Hurley se convirtió en un cuerpo total, un manifiesto de carne y aura que anticipaba lo que después sería su sello como actriz: la sofisticación sensual, el erotismo elegante, la presencia magnética que mezcla distancia aristocrática y tentación inmediata.

A nivel fílmico, este momento tuvo un eco particular. El cine británico de los ochenta estaba marcado por contrastes: la crudeza social de Ken Loach, la estilización pop de Julien Temple, la experimentación de Jarman. En medio de esa cartografía, el cuerpo de Hurley emergió como territorio cinematográfico en sí mismo. No era aún una estrella, pero aquella imagen prefiguraba a la mujer que después incendiaría alfombras rojas con vestidos imposibles, y que llevaría al mainstream hollywoodense la sensualidad inglesa con títulos como Al diablo con el diablo o Austin Powers.

Ese desnudo integral, filmado con calma escultórica, es también un acto de inscripción en la historia del cine erótico: recuerda la Venus de Tinto Brass, pero sin la carnalidad vulgar; evoca a Sylvia Kristel en Emmanuelle, pero con mayor sobriedad. Fue un instante fundacional, donde el cuerpo de Elizabeth Hurley se convirtió en un lienzo proyectado, en un fetiche artístico que el tiempo no desgastó, sino que revalorizó como documento de su mito inicial.

En retrospectiva, lo que ofrece Aria no es solo una pieza experimental de ópera filmada, sino también la primera revelación cinematográfica de una actriz cuyo cuerpo fue desde el inicio lenguaje, símbolo y destino. Elizabeth Hurley se expuso en su totalidad, no como concesión sino como carta de presentación: un cuerpo mostrado para ser esculpido en la memoria visual de los espectadores.

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