‘Frankenstein’ de Guillermo del Toro o la «secuela» del ‘Dracula’ de Coppola
En un panorama donde las plataformas han domesticado el lenguaje del cine, convirtiéndolo en un sucedáneo visual de suaves algoritmos, Frankenstein de Guillermo del Toro irrumpe como un acto de insurrección estética. Por fin —o mejor dicho, gracias a Del Toro— Netflix abandona la monotonía anestésica de su fábrica de imágenes para abrazar, al fin, la encarnadura del cine verdadero: ese que respira, suda y huele a humedad de cripta, a sangre caliente y a electricidad metafísica.
La película no es solo una nueva adaptación de la novela fundacional de Mary Shelley. Es una elegía barroca y trágica sobre la creación, el rechazo y la ternura imposible entre padres e hijos, entre dioses y monstruos. Pero, sobre todo, es un manifiesto visual. Del Toro, maestro de las formas orgánicas y las almas deformadas, ha creado aquí su obra más corpórea. La textura de la imagen —granulada, viscosa, cálida— rompe por completo con la pulcritud sintética que ha convertido a muchas producciones de Netflix en ficciones de quirófano: limpias, eficientes, pero sin pulso.
Frankenstein es un regreso a lo físico. Las manos tiemblan. Las telas crujen. La carne suturada late con una poética que desafía la moral del píxel. Del Toro no quiere sólo narrar, quiere invocar. Y lo hace desde una puesta en escena gótica, melancólica, con colores que evocan el óleo humedecido, los interiores húmedos del romanticismo pictórico, la noche velazqueña que lo traga todo y lo regurgita con dignidad trágica. La criatura no es un producto de efectos especiales: es un cuerpo fílmico, lleno de cicatrices que hablan más que los diálogos. Es cine hecho a mano.
El director mexicano ofrece, además, un ejercicio de humildad ante lo monstruoso, retomando la vocación humanista del original literario y entregándola al público con una madurez emocional poco frecuente. No hay ironía posmoderna, ni cinismo, ni guiños para redes sociales. Aquí hay dolor, compasión, belleza deformada. La historia no se pliega a las estructuras narrativas dictadas por el consumo rápido: respira en planos largos, en miradas detenidas, en silencios cargados de teología doméstica.
Este Frankenstein se yergue como el gran abanderado del año porque no solo conmueve: redime. Redime al monstruo, al cine, y también a la propia Netflix, que en su apuesta por Del Toro se permite, quizá por primera vez en su historia, no producir contenido, sino hacer arte. Y eso, en estos tiempos, es un acto revolucionario.
Lo que renace aquí no es solo una criatura cosida con pedazos de humanidad. Lo que vuelve a la vida es el cine mismo: un cine tangible, palpitante, que se atreve a mancharse las manos, a mirar a los ojos del espectador y decirle: esto es real, aunque sea ficción. Esto es cine, aunque lo veas en una pantalla pequeña. Esto es belleza, aunque duela.

FRANKENSTEIN & DRACULA | Del Toro & Coppola
En la vasta tundra del audiovisual contemporáneo —tan saturada de productos como carente de alma— Frankenstein de Guillermo del Toro se alza como una plegaria carnal y encendida. No es solo la gran candidata a película del año: es un acontecimiento estético y ontológico. Gracias a Del Toro, Netflix, ese coloso digital tan propenso a la uniformidad visual, se despoja al fin de su armadura de vidrio templado para permitir que el cine, el verdadero cine, brote como una herida abierta. Por una vez, el flujo algorítmico cede su lugar a la textura, al temblor, a la materia viva.
La criatura de Mary Shelley renace aquí no como un pastiche ni como un reciclaje, sino como una entidad fílmica nueva, aunque ancestral. En manos de Del Toro, el mito se hincha de gravedad y ternura, de electricidad y mugre. El director mexicano ha moldeado su criatura con una sensibilidad casi litúrgica, y ha empapado cada fotograma de un barroco romántico que recuerda —y dialoga— con otra gran obra fundacional: Drácula (1992) de Francis Ford Coppola.
Ambas películas forman, en efecto, un dueto fílmico, un díptico gótico que canta a lo monstruoso como espejo del alma humana. Drácula y Frankenstein, como dos mitos nacidos casi al mismo tiempo en el siglo XIX, se reencuentran aquí en su forma más operística y exaltada. Coppola y Del Toro, separados por décadas pero unidos por el mismo gesto: el de abrazar el artificio como vía hacia la verdad emocional. Ambos cineastas recurren a lo teatral, a lo sublime, a lo sensual y lo ritual para elevar el relato a algo más que literatura adaptada: lo convierten en sangre, en viento, en carne iluminada.

Así como Drácula era un festín visual lleno de transparencias, sombras vivientes y rojos venecianos, Frankenstein es una sinfonía visual de la decadencia: velos húmedos, planos detenidos que huelen a madera vieja, encuadres que podrían haber sido pintados por Caspar David Friedrich. Las dos películas pertenecen, en cierto modo, a un mismo universo espiritual: uno donde la técnica se pone al servicio de lo poético, donde la monstruosidad es una forma elevada de la belleza, y donde el cine recupera su cualidad de ceremonia.
La propuesta de Del Toro va más allá de lo narrativo. Lo que está en juego no es solo la historia de un creador y su criatura, sino la resurrección de un cine físico en tiempos de digitalidad insípida. En un entorno donde Netflix ha convertido la pantalla en una vitrina higiénica, Frankenstein apuesta por lo táctil: el sudor, las lágrimas, la sangre, el cuero viejo, la piel que se estira con grapas. No hay en esta cinta efectos generados por ordenador que disuelvan la presencia: todo está ahí, y pesa.


La tesis del film —como la del clásico de Shelley— sigue siendo la imposibilidad del amor cuando la mirada que lo recibe está deformada por el miedo. Pero bajo la dirección de Del Toro, esa imposibilidad se convierte en canto, en tragedia griega, en gesto humanista. Es cine que no teme al silencio ni a la muerte. Cine que, como su criatura, pide ser visto no con los ojos del juicio, sino con los del deseo y la compasión.
Frankenstein, entonces, no es sólo la gran película del año. Es el reverso luminoso de la oscuridad digital. Es la comprobación de que aún se puede hacer arte en las plataformas sin traicionar la carne del cine. Y es, finalmente, el otro corazón palpitante que responde, con siglos de diferencia, al aullido de amor eterno que Coppola dejó suspendido en las nieblas de Transilvania. Dos monstruos, dos poetas, dos películas. Un solo universo: el de lo bello y lo maldito.