¿Hay caso Vinicius o hay caso periodismo?
En la penumbra eléctrica de una noche europea, cuando el fútbol debería encender en nosotros ese temblor de alta alcurnia deportiva —el murmullo de himnos, el eco de botas sobre el césped húmedo, la liturgia de lo irrepetible—, el periodismo deportivo decide una vez más bailar sobre el filo del amarillismo. Ni las estrategias tácticas más refinadas, ni el pulso heroico de los ochenta minutos disputados, ni la poesía del balón rozando la red merecieron el centro de la escena. No: lo que coronó las portadas y las tertulias fue el supuesto “caso Vinicius”, un drama prefabricado cuyo único pecado fue haber permanecido, por decisión técnica, en el banquillo.
La pregunta, entonces, es inevitable: ¿hay un caso Vinicius o hay, más bien, un caso periodismo? Porque lo que se vende no es información, sino espectáculo barato. El banquillo de un jugador, elevado a tragedia nacional, eclipsa goles memorables y jugadas de ajedrez que merecerían un lugar en la historia. El fútbol se convierte en telón de fondo, en excusa para la polémica. El deporte, ese territorio que enciende pasiones y teje comunidades, se reduce a combustible para tertulias que confunden la bulla con el pensamiento crítico.
Hay algo profundamente triste en que, mientras los estadios se iluminan de épica, los platós se oscurezcan con histrionismo. El periodismo deportivo, antaño cronista de gestas y guardián de la memoria futbolística, parece haber firmado su rendición ante el clic fácil. El rigor se pierde entre titulares envenenados; la belleza del juego, entre debates impostados que apenas disimulan su hambre de trending topic.

Lo grave no es que Vinicius sea suplente. Lo grave es que esa anécdota, inflada como un globo de feria, haya silenciado el rugido de la Champions. Y lo doloroso es que, en el altar del amarillismo, el periodismo haya olvidado su propia razón de ser: contar lo que ocurre en el campo, no lo que conviene al algoritmo.
Quizá ha llegado la hora de exigir que el balón recupere el centro del relato. De recordar que un regate, una pared perfecta o un gol imposible valen infinitamente más que un falso escándalo. Porque si seguimos así, no será el fútbol el que pierda —su magia es incorruptible—, sino el periodismo el que quede, irrelevante y vacío, en el banquillo de su propia decadencia.