La diferencia entre libertad de expresión y monopolio de la expresión: el eco único que devora el debate

En medio del revuelo que ha envuelto a Jimmy Kimmel, el comediante y presentador que suele desafiar los límites del humor político televisivo, emerge una cuestión que late con fuerza en las democracias modernas: ¿cuándo deja de ser suficiente la defensa de la libertad de expresión para convertirse en un espejismo que encubre un problema más sutil, pero igual de corrosivo: el monopolio de la expresión?

La censura —ese acto brutal y visible de silenciar una voz— es fácilmente condenable. Su violencia es evidente: alguien grita, otro le tapa la boca. Pero hay una forma más sofisticada de empobrecimiento del discurso público: cuando una sola ideología ocupa el 70 u 80% del espacio mediático disponible, moldeando el relato colectivo como una arcilla dócil. Allí ya no se prohíbe directamente al discrepante; simplemente se le arrincona hasta la irrelevancia. El resultado es una democracia que, aunque formalmente plural, funciona a medio gas.

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En territorios televisivos como Estados Unidos o España, donde las grandes cadenas suelen inclinarse de manera dominante hacia un espectro ideológico concreto, el peligro no es menor que el de una censura explícita. Porque cuando las ventanas por donde se asoma la ciudadanía muestran casi siempre el mismo paisaje, la ilusión de diversidad se convierte en anestesia. La libertad de expresión no solo es el derecho a hablar, sino también el derecho colectivo a escuchar distintas melodías, incluso las disonantes.

El humor de Kimmel, por ejemplo, puede molestar a quienes no comparten sus inclinaciones. Pero la solución nunca debería ser acallar. Sin embargo, tampoco basta con celebrar que puede hablar, si en paralelo no hay un equilibrio que permita que voces opuestas tengan una oportunidad proporcional de resonar. Si un solo coro domina el escenario mediático, el aplauso pierde autenticidad: es el eco de una sala donde apenas queda quien pueda disentir.

Un ecosistema sano no teme a la multiplicidad. La sátira política —ese arte que desde Aristófanes hasta Chaplin ha cuestionado a los poderosos— necesita de un espacio plural para respirar. Si una visión política copa los altavoces principales, no estamos ante libertad, sino ante un espejismo tolerante que conserva el disfraz democrático pero ha domesticado el debate.

Lo más inquietante es que este monopolio blando no deja mártires visibles ni titulares dramáticos. Es un silenciamiento por saturación: el espectador cree elegir, pero siempre bebe de la misma fuente. La verdadera libertad de expresión no es solo el derecho individual a pronunciarse, sino un tejido social que garantice que ningún dogma pueda monopolizar la conversación. Porque cuando solo se cuenta una versión del mundo, aunque se haga con sonrisas y humor nocturno, lo que se erosiona no es solo el pluralismo: es la inteligencia colectiva de toda una sociedad.

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