La espesura de Lóminorë | Relato erótico

A la sombra de los árboles plateados de Lóminorë —bosque antiguo y olvidado incluso por los mapas de Imladris—, el aire se espesaba con el perfume de las flores nocturnas, y el susurro de los arroyos era apenas audible bajo la sinfonía callada de los grillos y la savia que ascendía con lentitud. Allí, donde los hombres jamás habían osado pisar y donde hasta los elfos del crepúsculo se abstenían de entrar sin versos en los labios, vagaba desnuda una criatura más luminosa que la propia luna.

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Su nombre era Aerlín, hija del ocaso y del canto. Se decía que había nacido durante la última floración de Telperion y que su piel conservaba aún el fulgor apagado de aquella edad remota. Esa noche, sus pasos erraban descalzos entre los helechos altos, como si buscara algo que ya no recordaba haber perdido. Su cabello, suelto y húmedo por el rocío, caía como hilos de plata sobre su espalda desnuda, y su aliento temblaba, como si recitara un verso que no osaba pronunciar.

El bosque la envolvía como amante silencioso. Cada rama parecía curvarse hacia ella; cada hoja la rozaba con delicadeza ritual. Y cuando se detuvo, bajo un arco natural de lianas, supo que ya no estaba sola.

De entre las sombras emergió un elfo de semblante antiguo, tan alto como las torres de Nargothrond y con los ojos verdes como la profundidad de los lagos sin nombre. No habló. Simplemente la miró, como si al verla recordara la forma exacta del deseo olvidado durante siglos de vigilia. Aerlín, sin apartar la vista, alzó los brazos y permitió que la noche la envolviera por completo.

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Él se aproximó con pasos rituales, sin ruido, y sus manos no tocaron de inmediato, sino que trazaron en el aire las líneas invisibles de un hechizo antiguo: el encantamiento de la carne elfa, más allá del tiempo y del deber. Cuando por fin la rozó, fue como si la luna descendiera sobre la tierra: primero en la clavícula, luego en la curva suave del muslo, donde temblaba aún una gota de agua.

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No hubo palabras, sólo respiraciones entrelazadas como ramas de la misma raíz. Se tendieron entre la maleza que parecía transformarse en lecho sagrado, y la unión fue pausada, solemne, como un himno secreto que sólo los árboles podrían recordar. Cada gemido era un acorde, cada estremecimiento una sílaba de un lenguaje que precedía al élfico mismo. Aerlín se arqueó como si danzara con la luna, y él, en ella, encontró la promesa olvidada del mundo antes de su quebranto.

Cuando la bruma del amanecer comenzó a posarse sobre los helechos, el bosque entero guardaba silencio. Y en el musgo donde yacían sus cuerpos enlazados, las flores habían brotado sin haber sido sembradas.

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