La gran memetización del mundo

Hay algo profundamente perturbador en sentarse frente a una sala de cine para ver Superman 2025 y descubrir que lo que se proyecta no es una película, sino un meme de dos horas. No un relato, no una construcción narrativa, no un mito contemporáneo: un meme, en su acepción más banal, un cúmulo de gracietas comprimidas en fragmentos diseñados para el consumo inmediato, unidas con el pegamento precario de la ironía. La sala ya no vibra con emoción épica, sino con la risa nerviosa de quien se sabe atrapado en un mecanismo publicitario disfrazado de entretenimiento.

Lo mismo ocurrió anoche en el Gamescom ONL 2025 Full Show: ni videojuegos, ni espectáculo, ni siquiera propaganda. Todo era meme. El presentador, más que un maestro de ceremonias, se movía como un GIF mal repetido, caricatura de sí mismo. Cada avance de juego no prometía mundos por explorar, sino chistes de quince segundos listos para circular en redes sociales. El evento entero apestaba a una autoparodia continua, como si los propios organizadores nos dijeran: “Sí, sabemos que somos ridículos, pero si nos reímos antes que tú, entonces somos listos”.

Instagram, por supuesto, es un meme global; TikTok, el gran coloso del meme, es quizá la catedral donde oficiamos cada día esta nueva religión de la banalidad; y X (antes Twitter) ha dejado de ser un lugar de información para transformarse en la tóxica fábrica de la memetización del odio. YouTube, no queriendo quedarse atrás, se disfrazó de TikTok para ofrecer shorts, pequeñas píldoras de nada. Todo el ecosistema digital parece hoy una cadena de montaje en la que la materia prima es la ocurrencia efímera, y el producto final, un torrente de imágenes que no permanecen ni en la memoria ni en el corazón.

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Netflix tampoco se libra: muchas de sus series son memes de alto presupuesto. Argumentos que se estiran como goma de mascar hasta perder sabor, personajes reducidos a clichés diseñados para ser recortados en capturas y circular en TikTok antes que en la retina. La memetización es aquí la herramienta más barata y efectiva para congregar masas: se sacrifica la complejidad a cambio de la risa rápida, se entrega la inteligencia en ofrenda al dios del algoritmo.

Lo inquietante es que esta corriente no solo nos idiotiza: nos reconcilia con nuestra idiotez. El meme nos absuelve, porque al declararnos tontos antes que nadie, creemos inmunizarnos contra la acusación. “Si me río de mi estupidez —parece decir el espectador—, entonces ya no soy tan estúpido”. El meme, convertido en filosofía de vida, funciona como máscara y confesión al mismo tiempo.

El resultado es un mundo donde la incultura no es solo aceptada, sino celebrada; donde la ironía es el nuevo refugio espiritual, y donde el entretenimiento, antaño promesa de sueños y relatos, se ha disuelto en la risa compulsiva de un GIF eterno. Quizá dentro de unos años, cuando miremos atrás, descubramos que el verdadero género cultural de nuestro tiempo no fue la ciencia ficción, ni el drama psicológico, ni siquiera la comedia: fue el meme, esa sátira perpetua que nos anestesia mientras bailamos en círculos sobre la superficie de lo absurdo.

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