La lengua como trinchera: cuando el valenciano se convierte en rehén de la política y los medios
La lengua como trinchera: cuando el valenciano se convierte en rehén de la política y los medios
Hubo un tiempo —cada vez más lejano— en que hablar de la lengua era hablar de memoria, de herencia cultural, de arraigo. La defensa del valenciano, en ese contexto, era un acto de dignidad frente al olvido, una forma de preservar una sonoridad propia frente al avance de la homogeneización. Pero hoy, el valenciano ya no es solo una lengua: es una trinchera. Un terreno de combate donde se libran guerras que poco o nada tienen que ver con la educación o la cultura, y mucho con el rédito político y económico.
La reciente campaña impulsada por la Plataforma per la Llengua —con el desdichado lema «matricule a sus hijos en valenciano para dejar de ser inmigrante permanente»— es un ejemplo alarmante de cómo una causa en apariencia noble puede pervertirse al contacto con la ideología. No es solo una frase torpe: es un enunciado profundamente lesivo. Porque establece una equivalencia moral entre lengua e identidad, entre idioma e integración, excluyendo a quienes eligen legítimamente otra opción del mismo marco legal. Convertir a un niño castellanohablante en una suerte de paria cultural es un ejercicio de violencia simbólica que no se disfraza con banderas verdes ni con eslóganes sobre la “diversidad”.

Pero sería un error —un error interesado, de hecho— limitar la crítica a un solo flanco ideológico. Porque lo verdaderamente grave no es solo que sectores de la izquierda utilicen la lengua como herramienta de ingeniería social, sino que desde el otro extremo del espectro, los medios de comunicación alineados con la derecha conviertan esa torpeza en munición para su propio relato apocalíptico. La misma frase que pretende “liberar” al inmigrante de su condición simbólica es utilizada, casi con delectación, por ciertos periódicos conservadores para alimentar el miedo, el agravio y el resentimiento identitario.
Estamos, por tanto, ante un espectáculo doblemente cínico. Por un lado, se instrumentaliza el valenciano como herramienta de redención social, como si su aprendizaje tuviese el poder mágico de asimilar al “otro” y hacerlo aceptable. Por el otro, se manipula esa misma estrategia para reforzar la idea de que la lengua regional es una amenaza, una imposición, una forma de adoctrinamiento orquestada por una élite progresista desconectada del pueblo.
Ambas operaciones son igual de tóxicas. Ambas convierten la educación en campo de batalla, a los niños en soldados involuntarios, y a las lenguas —esas delicadas arquitecturas del alma colectiva— en proyectiles ideológicos. El referéndum lingüístico, en teoría una herramienta democrática para que las familias elijan el idioma de escolarización de sus hijos, ha terminado funcionando como una reedición simbólica de una guerra civil. No entre valenciano y castellano, sino entre rojos y azules. Entre los que ven en la lengua propia una muralla, y los que ven en la lengua común un despojo.
Y mientras tanto, la sociedad valenciana —plural, mestiza, real— observa cómo se impone una lógica binaria que no la representa. La mayoría de las familias quieren que sus hijos hablen bien ambos idiomas. Quieren que la escuela forme ciudadanos cultos, no soldados ideológicos. Pero esa voluntad queda silenciada por el estruendo de los eslóganes, por la urgencia de los titulares, por el cálculo electoral.
La lengua debería ser un puente. Pero hoy es una herida abierta. Y lo más doloroso no es que la hayan abierto los enemigos de la cultura, sino quienes dicen defenderla.