La memoria pintada de Hollywood: Drew Struzan, el último cartelista
Hollywood a través del pincel de Drew Struzan: el hombre que pintó los sueños
Hay artistas que ilustran películas, y hay otros —muy pocos— que ilustran el alma del cine. Drew Struzan pertenece a esa estirpe en extinción. En sus lienzos no solo habitaban héroes, monstruos o viajeros del tiempo: habitaban las emociones mismas del espectador, la promesa de aventura y la nostalgia que se encendía como una lámpara al fondo de cada sala oscura.
Se calcula que pintó más de doscientos quince carteles, cifra tan desmesurada como lógica si pensamos en su huella: Struzan es el rostro invisible de los años ochenta, el pintor de las fantasías que definieron a toda una generación. Falleció a los 78 años, y con él se apaga la calidez artesanal del óleo que aún resistía al frío del Photoshop.
El origen de la galaxia
Nacido en Oregón en 1947, empezó ilustrando discos de los Beach Boys y Black Sabbath, pero su vida cambió cuando George Lucas lo llamó para el reestreno de La guerra de las galaxias en 1978. El resultado fue el famoso cartel “Circus”, donde los personajes parecían danzar entre tipografías luminosas, como en una feria cósmica. En ese instante, el marketing se volvió arte y la publicidad, mito. De esa alianza con Lucas nacería también el logotipo de Industrial Light & Magic, el taller donde la fantasía moderna tomaría forma.

El hielo y la soledad
En 1982, Struzan pintó una de sus obras más poderosas: el cartel de La cosa. Una figura humana, perdida en la ventisca, irradia una luz imposible desde el rostro. Lo creó en una sola noche. La imagen se volvió un tótem del terror, un eco del miedo al aislamiento y a lo desconocido. Frank Darabont lo homenajearía décadas después en La niebla, donde el protagonista —un pintor de carteles— está inspirado directamente en él.
El cuerpo como icono
Ese mismo año, el cartel de Acorralado mostró a Stallone como un mártir moderno, encarnando el dolor y la furia de una América cansada de sus guerras. Struzan lo retrató con la solemnidad de un guerrero bíblico. Repetiría esa épica en clave cómica en El príncipe de Zamunda (1988), coronando a Eddie Murphy con el brillo de la realeza y la ironía.
Rostros que anuncian leyendas
En 1983, Risky Business elevó un gesto —unas gafas, una sonrisa insinuante— a la categoría de emblema. Struzan convirtió a Tom Cruise en una silueta de deseo y juventud. Más tarde repetiría el esquema en El secreto de la pirámide, donde el joven Sherlock Holmes asomaba entre brumas doradas: la aventura tenía un nuevo rostro.
La era del héroe
Era inevitable el cruce con Spielberg. Con Indiana Jones y el templo maldito (1984), el artista cinceló el rostro de Harrison Ford como si fuera una escultura de fuego y polvo. El cartel de La última cruzada (1989) añadió a Sean Connery, y juntos parecían un díptico de paternidad y legado.
La infancia suspendida
En Los Goonies (1985), los niños colgaban de una cuerda sobre el abismo, una metáfora tan literal como mágica: el riesgo, la amistad, el salto a lo desconocido. Ese mismo año llegó Regreso al futuro, y Struzan fijó para siempre la imagen de Marty McFly mirando el reloj bajo un cielo en combustión. Repitió la composición en las secuelas, como si el tiempo, también para él, fuera circular.
El ratón que cruzó el océano
En Fievel y el nuevo mundo (1986), el pequeño ratón inmigrante navega hacia la esperanza entre tonos de cobre y viento. Struzan demostraba que la animación también podía tener alma pictórica, que incluso un dibujo infantil podía oler a óleo y aventura.
La melancolía del regreso
Los años noventa trajeron el ocaso del pincel. Con Hook (1991), Struzan pintó la nostalgia pura: un Peter Pan adulto que recuerda lo que ha perdido. La imagen es casi un epitafio para la imaginación en un tiempo cada vez más digital.
Los mitos regresan
Pero los viejos amigos nunca se olvidan. George Lucas lo llamó de nuevo para Star Wars: La amenaza fantasma (1999), y Struzan retomó el trazo coral y mítico de los ochenta. Luego vendría El ataque de los clones, La venganza de los Sith y, poco después, Harry Potter y la piedra filosofal (2001). El hechizo seguía intacto.
El guiño irónico y la despedida
Su arte se convirtió en reliquia de un tiempo perdido. Hasta Santiago Segura lo convocó para Torrente 3: El protector (2005), homenaje tan cínico como afectuoso. Tres años más tarde regresó por última vez al fedora y el látigo en Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal, justo cuando moría su rival John Alvin. Era el fin de una era.
En 2015, Struzan diseñó un cartel alternativo para El despertar de la Fuerza, más íntimo y nostálgico que el oficial, como si él mismo dijera adiós a aquella galaxia lejana.
El último pincel del cine
En 2013, el documental Drew: The Man Behind the Poster reconoció lo que todos sabíamos: que Struzan no solo pintó carteles, sino la emoción de ver cine por primera vez. En 2025, víctima del Alzheimer, su cuerpo se apagó, pero su obra sigue iluminando la memoria del séptimo arte.
Mirar un póster de Drew Struzan es volver a creer. En su pintura el cine no es imagen ni producto: es piel, es mito, es recuerdo. Él fue el último caballero del óleo en una industria de píxeles.















