La mordida perfecta: crítica poética a Piraña (1978), el festín gamberro de Joe Dante
Hay películas que, nacidas bajo el signo de la escasez, se abren paso a dentelladas hasta el corazón del espectador. Piraña (1978), ese encantador engendro nacido a rebufo del éxito abrumador de Tiburón, es una de ellas. Obra primera y primeriza de Joe Dante como director en solitario, esta criatura de río y celuloide navega con las fauces abiertas entre la serie B y el trash más delicioso, logrando morder con estilo propio un pedazo del imaginario pop.

Desde sus primeras imágenes, Piraña se siente como un caldo primigenio donde hierven todas las constantes que harían de Dante uno de los autores más queridos del fantástico. Hay ciencia militar jugando a ser Dios, hay monstruos genéticamente alterados por culpa del complejo industrial bélico, hay humor socarrón y hay, cómo no, una mirada tierna y perversa hacia la cultura popular. Todo ello montado con una energía que recuerda que Dante, antes de dirigir, fue un brillante montador en New World Pictures, la fábrica de Roger Corman. Aquí, más que nunca, el montaje no es solo necesidad: es músculo narrativo, ritmo y disimulo ante la falta de medios.

El guion, firmado por un joven John Sayles —sí, ese Sayles, el que años después sería autor refinado de cine político e independiente—, no brilla por la profundidad de sus diálogos ni por la sutileza de su estructura. Pero sí logra algo esencial: mover la acción como una corriente de río que nunca se detiene. Sus personajes no están dibujados con finura, pero tampoco lo necesitan; son arquetipos que funcionan porque el género los reclama: la heroína improbable, el investigador borrachín, el militar ocultando secretos, los adolescentes incautos, el campamento de verano… ingredientes que saben a clásico instantáneo de videoclub, con aroma a carátula de VHS raída.

Pero es Dante quien, con el cariño de un cineasta que cree en sus monstruos, convierte el caos en forma. Filma con inteligencia y picardía, exprimiendo cada centímetro del presupuesto como si fuese un limón maduro. Sus efectos prácticos —esas pirañas en stop-motion, esos chorros de sangre en el agua turbia— tienen el encanto artesanal de lo imperfecto. Hay persecuciones filmadas con una tensión real, lunas gigantes que iluminan la noche como si fueran focos teatrales, y planos aéreos que, milagrosamente, parecen costar más de lo que realmente costaron.
La música corre a cargo de Pino Donaggio, el gran trovador del terror de bajo presupuesto, ese «Morricone» de la serie B que firmó partituras memorables para De Palma o Fulci. En Piraña, su partitura envuelve el horror con una ironía romántica que potencia el tono dual del film: comedia ligera con dientes afilados, terror con pulso adolescente, veraneo envenenado con ADN mutante.

Compararla con Tiburón sería un juego injusto. Spielberg operaba con millones y tiburones mecánicos que se comían al presupuesto; Dante, en cambio, tenía solo ingenio, amigos fieles, y una fe inquebrantable en el poder de contar historias desde las alcantarillas del sistema. Y sin embargo, Piraña sobrevive. No solo como clon competente, sino como obra viva, divertida, enérgica. Una película que puede verse y volverse a ver sin que el hechizo se desgaste. Un clásico del videoclub, un ritual de verano para cinéfilos nostálgicos.
No hay apenas desnudos —lo cual, en su género, es casi una herejía—, pero sí una pulsión juvenil, desobediente y lúdica que lo inunda todo. Piraña es cine de campamento, de toalla mojada, de primeros sustos y primeros besos. Es una película que, como sus propias criaturas, no fue diseñada para durar… pero sigue mordiendo.

Y Dante, desde entonces, nos guiñó el ojo con colmillos: los mismos que luego brillarían en Gremlins, El chip prodigioso o Matinee. Aquí, en las aguas turbias de Piraña, empezó su festín.