La música que no quiere durar: anatomía de una desaparición anunciada

Durante décadas, la música popular funcionó como una arquitectura del tiempo. Las canciones no solo se escuchaban: se heredaban. Pasaban de un vinilo a una cinta, de una cinta a un CD, de un CD a una lista mental que resistía mudanzas, rupturas y generaciones. Era un fuego lento, como el olímpico: no siempre visible, pero nunca extinguido.

Ahí están los hechos, tercos como la piedra. U2, Depeche Mode, The Cure, The Smiths, Metallica, R.E.M., New Order o Tears for Fears no solo siguen sonando en 2025: siguen convocando multitudes. En España ocurre lo mismo con Radio Futura, Héroes del Silencio, Golpes Bajos, Ilegales, Mecano o Los Secretos. Algunos jamás se fueron; otros regresaron como quien despierta a un dios dormido. Y el milagro se repite: estadios llenos, letras coreadas por quienes no habían nacido cuando esas canciones fueron grabadas.

No es nostalgia. Es persistencia.

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La pregunta incómoda no es por el pasado, sino por el futuro. ¿Qué quedará de la música actual dentro de cuarenta años? No de sus cifras, no de sus récords, sino de su sustancia. ¿Seguirán sonando Bad Bunny, Rosalía, Dua Lipa o The Weeknd con la misma naturalidad con la que hoy suena Boys Don’t Cry? La lógica comercial diría que sí. La realidad cultural sugiere lo contrario.

Vivimos una paradoja: nunca se ha escuchado tanta música y nunca ha durado tan poco. Los números uno de las plataformas se suceden con una velocidad casi obscena. Canciones que alcanzan cifras desorbitadas desaparecen de la conversación colectiva en cuestión de meses. Basta con revisar los grandes éxitos anuales para comprobarlo: auténticos colosos estadísticos que hoy apenas provocan un encogimiento de hombros.

Despacito fue en 2017 un fenómeno global, una canción omnipresente, inevitable. Hoy sobrevive como souvenir estacional, como postal amarillenta de un verano concreto. Drake dominó 2018; Shawn Mendes y Billie Eilish marcaron 2019; a partir de 2020 llegó el reinado de Bad Bunny, acompañado por una constelación de nombres que llenan estadios y titulares. El éxito es incuestionable. La permanencia, no.

Aquí aparece la grieta esencial. Las canciones actuales no fracasan por falta de calidad técnica ni de impacto inmediato. Fracasan por diseño. Están concebidas para un presente microscópico, para el consumo rápido, para el gesto mecánico del deslizamiento infinito. No buscan permanecer: buscan circular. No aspiran a ser repertorio: aspiran a ser contenido.

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La música de otras épocas se construía desde la escasez. Grabar costaba dinero, tiempo y riesgo. Un disco era una declaración, no un flujo. Las canciones estaban pensadas para ser escuchadas una y otra vez, para acompañar vidas completas. Hoy, en cambio, la lógica es algorítmica: la canción debe capturar atención en segundos, funcionar en fragmentos, sobrevivir en un vídeo vertical entre dos distracciones. Si no lo hace, se descarta sin ceremonia.

Por eso las canciones actuales parecen hechas de cera. Brillan al primer contacto, se deforman con el calor del tiempo. El fondo de armario de muchos artistas contemporáneos envejece con una rapidez alarmante: lo que ayer era vanguardia hoy suena a tendencia caducada. No porque falte talento, sino porque sobra contexto. Demasiado presente mata cualquier vocación de futuro.

En cambio, las canciones de hace cuarenta años resuenan como materiales nobles. No dependen de una moda concreta ni de una coreografía viral. Funcionan en soledad, en silencio, sin imagen. Pueden sonar mal grabadas, incluso arcaicas, pero conservan algo esencial: una identidad que no necesita ser explicada.

La diferencia no es generacional, es cultural. Hemos pasado de una música que quería quedarse a una música que acepta desaparecer. De la obra al estímulo. Del álbum al clip. Del recuerdo al impacto.

No es que hoy no puedan existir clásicos. Es que el ecosistema actual no los desea. El clásico exige tiempo, repetición, memoria compartida. Exige aburrirse un poco antes de amar de verdad. Y eso es justo lo que la economía de la atención no puede permitirse.

Así, la música contemporánea corre el riesgo de convertirse en ruido histórico: omnipresente en su momento, invisible después. Canciones que llenaron estadios pero no álbumes mentales. Éxitos que no encontraron herederos.

Quizá dentro de cuarenta años alguien escuche Tití me preguntó como hoy escuchamos Boys Don’t Cry. Pero no será por accidente. Será porque, contra todo pronóstico, esa canción logró escapar del presente. Porque dejó de ser actual para convertirse en algo mucho más raro y valioso: memoria viva.

Y eso, hoy por hoy, no depende del talento. Depende de una decisión cultural que todavía no hemos querido tomar.

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