La pantera de ébano: rito salvaje en la noche tropical… Relato erótico
Había una región del delta donde el agua se confundía con la carne del mundo. Allí, entre manglares y vapor de luna, circulaba una leyenda susurrada con voz temblorosa por los ancianos: la de una criatura doble, hembra y fiera, deseo y muerte, llamada simplemente la pantera de ébano.

Nadie sabía con certeza si era un espíritu ancestral, una sacerdotisa caída en trance eterno, o una maldición nacida del apareamiento entre una diosa y un depredador nocturno. Lo único que persistía, en labios resecos y entre piernas agitadas, era el recuerdo de su piel: negra como la obsidiana mojada, brillante como el pecado.

Cierta noche, Laurent —botánico francés con vocación de exiliado— llegó al corazón húmedo del bosque buscando una orquídea imposible. Pero halló algo más: entre las raíces húmedas y las ramas que sudaban perfume, la vio. Primero como pantera, agazapada, con el cuerpo liso como un aceite maligno. Luego, sin transición, sin pudor, se irguió en forma humana: una mujer afroamericana desnuda, de belleza alucinante y mirada que no pertenecía al mundo de los hombres. Su cuerpo era un canto pagano, su presencia una ofrenda y una amenaza.

Él no pronunció palabra. Ella tampoco. Pero lo eligió. Se acercó con la cadencia de una melodía infernal, y al posar sus dedos —largos, fuertes, felinos— sobre su pecho, lo llevó a un claro donde la luna parecía arder con lubricidad.
Allí se consumó un rito que no pertenecía a ningún libro de teología. La pantera de ébano se entregó a él como se entrega la selva al fuego: con violencia, con humedad, con un lenguaje de rugidos y jadeos que se fundía con el canto de los insectos. Su cuerpo humano se arqueaba con la flexibilidad de su forma animal, y en cada movimiento lo poseía con una intensidad sobrenatural. Él la besaba con miedo y fervor, como quien bebe un veneno sabiendo que será su único instante de gloria.

Cuando ella volvió a su forma felina, con una elegancia que le heló la médula, se alejó sin voltear, dejando tras de sí un rastro de aroma cálido, salvaje, profundamente femenino. Laurent quedó tendido, como un muñeco vencido por un delirio extático, la mirada fija en un cielo que parecía moverse con el ritmo de sus caderas.
Desde entonces, cada luna llena se oyen gemidos en el bosque. No se sabe si son de amor o de agonía, pero todos entienden que la pantera de ébano aún danza, aún se ofrece, aún castiga con placer a quien osa mirar la belleza sin comprender su precio.
