La pastora desnuda y el rebaño de los sentidos

En lo alto de un valle verde, donde el viento parecía peinar la hierba como dedos invisibles sobre un cuerpo tendido, vivía una pastora que había hecho de la desnudez su hábito y de la piel su único vestido. El ganado la seguía dócil, como si aquellas ovejas comprendieran que ella no pertenecía al mismo orden de los hombres, sino al reino de lo primitivo, lo instintivo, lo sagrado.

Cuando el sol ascendía, la luz dorada se derramaba sobre sus hombros, resbalando por la curva de su espalda como un amante secreto. Cada paso suyo descalzo sobre la tierra dejaba la huella de un rito antiguo. El aire cargado de aromas agrestes —romero, brezo, heno fresco— se mezclaba con el perfume tibio de su piel, que sudaba apenas lo suficiente para brillar como un mármol vivo.

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Ella disfrutaba de esa libertad radical: el roce del pasto contra sus muslos, la caricia fresca del viento al atravesarle el vientre, la osadía de ser mirada por el cielo abierto como quien se entrega a una deidad. A veces, al recostarse sobre las piedras templadas por el sol, cerraba los ojos y se dejaba llevar por una calma febril: la roca se volvía amante, el aire lengua, la sombra refugio.

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Fue entonces cuando un forastero apareció entre las jaras, un viajero extraviado que llevaba días siguiendo sendas invisibles. Se detuvo al verla: primero pensó que se trataba de una aparición, una ninfa desbordada de los libros antiguos, pero pronto comprendió que era de carne. El rebaño lo olfateó y lo aceptó, como si su presencia hubiera sido convocada por la misma naturaleza.

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Ella abrió los ojos y lo encontró observándola. No se cubrió, no se ruborizó; lo miró como se mira a un animal nuevo, midiendo su instinto. El viajero se acercó con cautela, como quien teme profanar un santuario, y sin palabras se sentó a su lado. Entre ellos no hubo saludo, sino el lenguaje callado de los cuerpos: la piel erizada, las pupilas dilatadas, el calor que se busca y se encuentra.

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El roce de sus dedos sobre su muslo fue tan torpe como reverente, como si aquel gesto inaugurara un rito prohibido. Ella lo dejó avanzar, guiándolo sin prisa, hasta que la hierba se volvió lecho y el valle entero cómplice de un encuentro que era mitad ofrenda y mitad desafío. El ganado, ajeno y cercano, pastaba tranquilo, como si la vida misma celebrara la unión salvaje de la pastora desnuda con el hombre que se atrevió a cruzar su territorio sagrado.

Allí, entre balidos lejanos y perfumes de tierra caliente, nació un instante irrepetible: la comunión de dos extraños bajo el sol, unida por la carne, por el deseo y por el vértigo de saberse descubiertos en lo más puro de la naturaleza.

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