La patria rota: cuando la política se convierte en guerra y los medios en trincheras
La patria rota: cuando la política se convierte en guerra y los medios en trincheras
En la España de nuestros días, la política ya no es un foro de ideas ni un pacto de futuro, sino un campo de batalla donde no se busca el bien común, sino la aniquilación simbólica del adversario. Izquierda y derecha, antaño idearios enfrentados pero respetables, han sido convertidas en caricaturas tóxicas, agitadas sin cesar por partidos y medios de comunicación que ya no informan ni representan, sino que manipulan y envenenan. La patria, mientras tanto, se desgasta en este fuego cruzado. ¿Hasta cuándo?
Una guerra sin gloria
La guerra política actual en España no es ideológica, sino emocional. Los argumentos han sido sustituidos por consignas, las discrepancias por insultos, el diálogo por la descalificación. Se ha instalado en el aire una suerte de deporte nacional: odiar al otro, al que piensa distinto, como si ello garantizara una identidad propia. Ya no se vota por convicción, sino por miedo al otro bando. Y cada vez que se abren los informativos o se hojea un periódico, la lógica del enfrentamiento se repite con una precisión grotesca: el rival no es un opositor, es un enemigo. Y al enemigo se le destruye.

Las redes sociales han servido de amplificador, pero no son la causa. La causa está en una élite política que necesita del conflicto para sobrevivir y en unos medios de comunicación convertidos en armas al servicio de esa guerra tribal. Se paga con titulares el precio de una ideología, y se fideliza audiencia a fuerza de indignación diaria. Todo está diseñado para dividir, para arrasar los puentes, para sembrar la sospecha entre iguales. Así se asegura el voto, la audiencia, la suscripción.
El país que sufre
Mientras la izquierda y la derecha se acusan mutuamente de todos los males de la Tierra —de la inflación a la sequía, del desempleo al cambio climático—, la ciudadanía sufre. España, como el resto del mundo, atraviesa una crisis profunda de sentido, de pertenencia y de proyecto común. El cambio climático llama a la puerta, la desigualdad amenaza con fracturar a generaciones enteras, la inteligencia artificial cambia las reglas del trabajo y de la ética, y el tejido social se deshilacha en silencio.
Pero en lugar de abordar juntos los desafíos colosales que enfrentamos como especie y como nación, nuestros líderes prefieren alimentar hogueras ideológicas que solo calientan su propio nicho de poder. La polarización se ha convertido en un negocio rentable y en un modo de vida. Y cada insulto, cada titular incendiario, cada tertuliano convertido en gladiador, prolonga esa rentabilidad.
¿Es hora de parar este juego?
La respuesta, clara y urgente, es sí. Es hora de dejar de consumir odio como si fuera entretenimiento. Es hora de exigir otra política, otro periodismo, otra ciudadanía. Pero no bastará con pedirlo. Hay que construirlo.

La solución no es mágica ni inmediata, pero comienza por reconocer que los extremos se alimentan entre sí. Mientras la izquierda y la derecha más radicalizadas se insultan mutuamente, legitiman su propia existencia en ese mismo conflicto. Solo el centro ético —no necesariamente el político— puede empezar a recomponer la conversación. Un centro que no es equidistante, sino exigente con todos los lados. Que no aplaude al que grita más fuerte, sino al que construye en el silencio.
Hace falta una ciudadanía valiente, que apague el televisor cuando el informativo escupe veneno, que cuestione al líder de su propio partido, que se atreva a pensar fuera del dogma. Hace falta un periodismo que informe en lugar de adoctrinar, que incomode al poder en lugar de rendirse ante él. Hace falta una política que sepa perder con dignidad y ganar con humildad, y que recuerde que gobernar no es imponer, sino articular lo diverso.
La trinchera o el puente
España necesita una narrativa de unión, no de pureza. Nadie tiene el monopolio de la verdad, ni de la justicia, ni del futuro. El país real es plural, contradictorio, rico en matices. Y es desde ese mosaico donde puede reconstruirse una idea de comunidad. No una que borre las diferencias, sino una que las entienda como parte de su fuerza.
Si no lo hacemos, la alternativa ya la conocemos: más ruido, más odio, más soledad colectiva. Un país que habla a gritos no se escucha. Y un país que no se escucha, está condenado a romperse. Tal vez no en mapas, pero sí en almas.
¿Queremos una patria o una trinchera? La elección, ahora, es nuestra.