La reina que mojaba la arena y la tabla de surf… Relato erótico
Dicen que al atardecer, cuando la brisa empieza a perfumar la costa con sal y misterio, una silueta emerge entre las olas de Tarifa. La llaman la reina del surf. Nadie sabe su nombre verdadero, ni si alguna vez pisó la tierra como una mujer común. Pero los que la han visto coinciden: es una diosa rubia, una criatura de espuma y deseo, que cabalga las crestas marinas como si el agua se abriera para besar su piel.

Su cuerpo esculpido por el sol y el viento no conoce tela ni pudor. Va desnuda, ofrendándose al horizonte, con los pezones endurecidos por el frescor del Atlántico y la sal marcando delicadamente las curvas de sus caderas. Sus muslos, firmes como columnas de mármol tibio, abrazan la tabla con la gracia felina de una amante eterna. El cabello, largo y empapado, le cae por la espalda como un manto de oro fundido. Su mirada, dicen, fulmina y redime.
Una tarde, él la vio. Un forastero, de esos que llegan a Cádiz huyendo del ruido del mundo. Caminaba por la orilla cuando el sol comenzaba a desangrarse en el horizonte, y ella apareció como un sueño. Primero fue un destello sobre la ola. Luego, la figura completa: los pechos erguidos, el vientre palpitante, el monte de Venus limpio y orgulloso, sin vergüenza. La tabla cortaba el agua como un cuchillo en la seda, y su piel relucía con cada gota.

Ella descendió al fin, caminando hacia él sin detener su paso, sin cubrirse, sin decir palabra. Se acercó hasta tener su boca a centímetros de la suya. El calor que emanaba de su cuerpo, aún mojado, era el de una hoguera secreta. Él sintió cómo la erección lo traicionaba, cómo el deseo lo desarmaba como un niño. Ella lo besó sin permiso, sin preguntas, con la seguridad de quien sabe que el mundo fue hecho para lamerlo.

Se tendieron sobre la arena, allí donde las olas apenas acariciaban la orilla. Ella se montó sobre él como sobre sus olas, como si fuera su tabla, como si supiera cabalgar cualquier tormenta. Sus caderas se movían con una cadencia oceánica, lenta y profunda, y cada gemido era como un canto de sirena que lo arrastraba a las profundidades.

Cuando terminó, ella se levantó como quien se despide del mar tras una jornada perfecta. Caminó hacia el agua, sin volver la vista. Y él comprendió que no se trataba de amor ni de pasión, sino de rito. De una divinidad que una vez cada tanto se digna a tocar la carne de los mortales.

Desde entonces, vuelve cada tarde a la playa, con la esperanza de verla surcar de nuevo el horizonte, desnuda y dorada, la reina del surf, señora de la espuma y del deseo.
