La ruta del Bakalao: un réquiem por los sueños rotos
La ruta del Bakalao: un réquiem por los sueños rotos
Hay historias que nacen al filo de la medianoche, donde la modernidad y el hedonismo se cruzan con el eco de lo inevitable. La Ruta del Bakalao, aquella utopía valenciana de luces estroboscópicas y almas perdidas, fue más que un fenómeno; fue el delirio de una generación que buscaba romper cadenas y terminó atrapada en su propio reflejo.
La modernidad que encendió las luces
Allá por los setenta, mientras el tardofranquismo agonizaba, un puñado de jóvenes soñadores decidieron que el gris no podía ser el color de su porvenir. En Valencia, una tierra donde el sol siempre ha sido generoso, empezaron a dibujar un nuevo mapa cultural: la música, el diseño y la irreverencia se unieron en un grito de libertad. El DJ Juan Santamaría, pionero entre los selectores de lo distinto, fue el primero en encender la mecha. Pinchaba no solo canciones, sino manifiestos; cada vinilo era un himno a lo que podía ser, a lo que nunca había sido.
En Metrópolis, los carteles inspirados en el cine mudo de Fritz Lang hablaban de un futuro que no existía, pero que todos deseaban. El «rollo», ese cóctel de cómics, diseño y música, marcaba el compás de una generación que, como Ícaro, volaba demasiado cerca del sol. La democracia recién estrenada prometía horizontes infinitos, pero en cada resquicio de optimismo ya se adivinaban las sombras.
Sueños que arden en la pista
Barraca, Chocolate, Espiral… Eran más que discotecas; eran catedrales de una religión profana, donde el post-punk y el synth pop se mezclaban con el sudor y la euforia. Carlos Simó y Fran Lenaers, con su habilidad de transformar sonidos en emociones, convirtieron las pistas de baile en un refugio contra la monotonía del mundo exterior. Los jóvenes, vestidos de colores imposibles, danzaban como si el tiempo no existiera, como si la vida fuera eterna.
Pero en las grietas de aquella modernidad luminosa se colaban los excesos. Primero la mescalina, luego el éxtasis; las noches se alargaban hasta devorar los días, y los parkings de las discotecas se transformaban en improvisadas cocinas de paella. El parkineo no era solo un ritual, sino una metáfora: todo lo esencial estaba sucediendo al margen de lo establecido, en los márgenes de la realidad.
La gloria que devora
A finales de los ochenta, Valencia ya no era un secreto. Los clubes valencianos se convirtieron en el epicentro de una escena que mezclaba guitarras góticas con beats electrónicos en un caos delicioso. Pero, como en todas las historias de ascenso vertiginoso, la caída era inevitable. Los medios de comunicación, con sus cámaras ávidas de escándalos, rebautizaron el sueño como «La Ruta del Bakalao» y empezaron a destilar veneno. Lo que había sido vanguardia se transformó en parodia; la creatividad dio paso a la masificación, y las pistas, antaño santuarios, se llenaron de rostros vacíos. La ruta del Bakalao: un réquiem por los sueños rotos
Para 1993, la «Ley Corcuera» puso la última estaca en el corazón de aquel monstruo brillante. Las redadas policiales y la entrada de la música bakalao, cruda y sin alma, sellaron el destino de una escena que ya no se reconocía en el espejo. Los cañeros y festers desaparecieron, dejando tras de sí un vacío que ni la mejor mezcla podía llenar. La Ruta había llegado a su fin.
Un epitafio de luces y sombras
Hoy, mirando hacia atrás, La Ruta del Bakalao parece una tragedia griega: nacida del deseo de libertad, arrastrada por la ambición y consumida por sus propios excesos. Fue un intento de reescribir el tiempo, de convertir cada fin de semana en una eternidad. Pero, como siempre sucede, el tiempo real no se detiene.
Quedan los recuerdos, envueltos en una niebla de nostalgia: las luces de neón, los carteles que prometían mundos imposibles, las melodías que rompían corazones y reparaban almas. Fue una época de sueños rotos, sí, pero también de momentos en los que la vida brilló con más intensidad que nunca. La ruta del Bakalao: un réquiem por los sueños rotos
Y aunque la fiesta terminó, el eco de aquella música sigue resonando. Porque en el fondo, La Ruta no fue solo un lugar ni un tiempo. Fue una búsqueda: de alegría, de significado, de algo que nunca se podrá volver a alcanzar. Una utopía perdida en el corazón de una nueva modernidad que, al final, también tuvo su precio.