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La ruta del Bakalao: un réquiem por los sueños rotos

La ruta del Bakalao: un réquiem por los sueños rotos

Hay historias que nacen al filo de la medianoche, donde la modernidad y el hedonismo se cruzan con el eco de lo inevitable. La Ruta del Bakalao, aquella utopía valenciana de luces estroboscópicas y almas perdidas, fue más que un fenómeno; fue el delirio de una generación que buscaba romper cadenas y terminó atrapada en su propio reflejo.

La modernidad que encendió las luces

La ruta del Bakalao: un réquiem por los sueños rotos

En Metrópolis, los carteles inspirados en el cine mudo de Fritz Lang hablaban de un futuro que no existía, pero que todos deseaban. El «rollo», ese cóctel de cómics, diseño y música, marcaba el compás de una generación que, como Ícaro, volaba demasiado cerca del sol. La democracia recién estrenada prometía horizontes infinitos, pero en cada resquicio de optimismo ya se adivinaban las sombras.

Sueños que arden en la pista

Barraca, Chocolate, Espiral… Eran más que discotecas; eran catedrales de una religión profana, donde el post-punk y el synth pop se mezclaban con el sudor y la euforia. Carlos Simó y Fran Lenaers, con su habilidad de transformar sonidos en emociones, convirtieron las pistas de baile en un refugio contra la monotonía del mundo exterior. Los jóvenes, vestidos de colores imposibles, danzaban como si el tiempo no existiera, como si la vida fuera eterna.

La ruta del Bakalao: un réquiem por los sueños rotos

Pero en las grietas de aquella modernidad luminosa se colaban los excesos. Primero la mescalina, luego el éxtasis; las noches se alargaban hasta devorar los días, y los parkings de las discotecas se transformaban en improvisadas cocinas de paella. El parkineo no era solo un ritual, sino una metáfora: todo lo esencial estaba sucediendo al margen de lo establecido, en los márgenes de la realidad.

La gloria que devora

Para 1993, la «Ley Corcuera» puso la última estaca en el corazón de aquel monstruo brillante. Las redadas policiales y la entrada de la música bakalao, cruda y sin alma, sellaron el destino de una escena que ya no se reconocía en el espejo. Los cañeros y festers desaparecieron, dejando tras de sí un vacío que ni la mejor mezcla podía llenar. La Ruta había llegado a su fin.

Un epitafio de luces y sombras

Hoy, mirando hacia atrás, La Ruta del Bakalao parece una tragedia griega: nacida del deseo de libertad, arrastrada por la ambición y consumida por sus propios excesos. Fue un intento de reescribir el tiempo, de convertir cada fin de semana en una eternidad. Pero, como siempre sucede, el tiempo real no se detiene.

Quedan los recuerdos, envueltos en una niebla de nostalgia: las luces de neón, los carteles que prometían mundos imposibles, las melodías que rompían corazones y reparaban almas. Fue una época de sueños rotos, sí, pero también de momentos en los que la vida brilló con más intensidad que nunca. La ruta del Bakalao: un réquiem por los sueños rotos

Y aunque la fiesta terminó, el eco de aquella música sigue resonando. Porque en el fondo, La Ruta no fue solo un lugar ni un tiempo. Fue una búsqueda: de alegría, de significado, de algo que nunca se podrá volver a alcanzar. Una utopía perdida en el corazón de una nueva modernidad que, al final, también tuvo su precio.