La soledad voluptuosa de la sibila

La soledad voluptuosa de la sibila… Relato erótico

En la cúspide de su poder, cuando el mundo entero parecía rendido ante su paso —ese paso que no caminaba, sino dictaba destinos—, Helena L. de M. habitaba un palacio de mármol y pantallas, hecho de algoritmos, perfumes caros y agendas saturadas. A sus treinta y siete años, era dueña de una empresa de consultoría estratégica y de un cuerpo venerado como una catedral. Su belleza no era dócil ni accesoria; era un lenguaje que imponía silencio. Su inteligencia, aguda como una cuchilla veneciana, era el relámpago tras la tormenta de su presencia.

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Los hombres —y las mujeres— la amaban con desesperación breve. Se acercaban como si rozaran una llama. La deseaban por la misma razón por la que temblaban al rozarla: su autonomía les recordaba su propia fragilidad.

Pero el placer, ese huésped de lujo que tantas veces había visitado su cama y su lengua, se fue tornando ceniza. Las noches, aunque repletas de cuerpos y de promesas, comenzaron a saberle a desdén. Los correos electrónicos, los ascensos, los discursos impecables en foros de Davos, todo era un eco. Nada la tocaba. Ni la carne ajena, ni los contratos millonarios, ni las caricias corteses del mundo.

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Una noche, al salir de una gala benéfica donde fue homenajeada por su contribución a la equidad global, se miró en el espejo de su limusina como quien contempla a un extraño. Y comprendió: había conquistado todo menos el misterio.

Desapareció.

Dejó el móvil en una fuente, despidió a su chofer con una sonrisa maternal, y se internó en una casa de campo heredada de una tía excéntrica, donde los muros olían a musgo y a tiempo detenido. Allí, sin testigos, ni relojes, ni calendarios, Helena comenzó su descenso sagrado hacia sí misma.

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Cada mañana, se desnudaba como un rito y caminaba descalza por los campos húmedos, dejando que las gotas de rocío acariciaran sus muslos. Redescubrió el goce no como conquista, sino como contemplación. Aprendió a tocarse sin prisa, sin espejo, sin guión, como una sibila que lee los secretos del mundo no en los astros, sino en las mareas de su vientre.

El orgasmo ya no era un relámpago sino una plegaria, una ascensión lenta que culminaba no en el grito, sino en la risa. Allí, entre las sábanas de lino y los suspiros del viento, comprendió que su cuerpo no era una herramienta de poder, sino un templo de revelaciones.

Se amó sin tregua. Se leyó a sí misma como un libro en lengua muerta. Y en esa lectura, ardiente y solitaria, halló un placer que no se parecía a nada de lo que el mundo llama éxito.

Porque en el fondo, Helena L. de M. no quería ser adorada. Quería ser libre.

Y lo fue.

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