La valkiria de carne desnuda y trueno: Relato erótico
En los campos humeantes de Gjallarbrún, donde el cielo se hendía con relámpagos de oro y el viento traía el lamento de los lobos, descendía cada noche una figura que helaba la sangre y encendía los cuerpos: la valkiria desnuda, portadora del hacha lunar, la bárbara del crepúsculo.

Su nombre era Thryna, y su carne no conocía el abrigo de armaduras ni la sumisión de la vergüenza. Su cuerpo —de músculos tensos y senos altivos como estandartes— resplandecía bajo la lluvia, y era espejo de una voluntad salvaje que ni los dioses osaban contener. Su desnudez no era símbolo de sumisión, sino de soberanía total: una piel libre, invicta, templada en sangre y deseo.
Montaba un alce negro de ojos rojos, y con cada galope su melena azabache se alzaba como antorcha oscura, provocando erecciones en los centinelas y temblores en las doncellas. No hablaba la lengua de los reinos, sino el idioma ancestral del jadeo y el grito, el lenguaje que se pronuncia entre dientes al borde del abismo sensual y guerrero.

En batalla, Thryna danzaba entre los cadáveres como si celebrara un rito pagano. Su hacha —de hoja curva y mango de fresno— no solo cortaba carne: abría los cofres del alma masculina, revelando su miedo y su fascinación. A cada tajo sucedía un estremecimiento en sus caderas, una vibración sagrada que se sentía en la tierra misma. Algunos juraban que con cada muerte, su entrepierna se humedecía no por la lascivia, sino por un éxtasis oscuro, un vínculo erótico con la aniquilación.
Una noche, tras una victoria apoteósica contra los Hijos del Hielo, Thryna arrastró al general vencido hasta una gruta envuelta en vapores sulfurosos. Allí, con el hacha aún goteando y el torso cubierto de cicatrices frescas, se le montó sobre el rostro. No fue un acto de lujuria vulgar, sino un rito de dominación y comunión: ella absorbía su aliento como si bebiera la esencia del enemigo. Gozaba con una lentitud ancestral, con la mirada fija en los relámpagos que hendían la noche, como si cada orgasmo fuera un trueno invocado desde el clítoris.

A la mañana siguiente, el cadáver del general reposaba sereno, como si la muerte bajo la valkiria hubiera sido un privilegio.
Y así seguía Thryna, entre el goce y la masacre, entre el perfume de la sangre y el sabor del deseo. Desnuda como la primera mujer y letal como la última, ella era mito y cuerpo, hacha y carne, y todo guerrero que la avistara debía decidir si le rezaba… o se rendía.
