Lola Índigo y el eco anglófilo: cuando el castellano necesita guardianes en su propio altar

Hay algo profundamente revelador en el gesto aparentemente trivial de Lola Índigo cuando, al anunciar su retiro temporal, no dijo “tengo que tomarme un descanso”, sino un cosmético y anglófilo “tengo que tomarme un break”. El detalle, diminuto como una mota de polvo sobre un vinilo, ilumina sin embargo un paisaje cultural más vasto: el del castellano, lengua de poetas y herejes, que empieza a ser tratado por sus propios hijos como un mobiliario viejo al que hay que cubrir con sábanas en las fiestas modernas.

No se trata de purismo trasnochado ni de prohibir el mestizaje verbal —al fin y al cabo, nuestra lengua lleva siglos bebiendo de otros mares—, sino de advertir que hay una diferencia entre enriquecer y sustituir. Cuando quienes agitan el altavoz de la juventud, las voces más visibles en las listas de éxitos y en las redes, optan por el préstamo perezoso en lugar de la palabra vibrante que ya existe, lo que se erosiona no es solo el diccionario: es la sensibilidad.

Resulta curioso, por no decir irónico, que mientras se alzan banderas para proteger con uñas y dientes el catalán, el euskera, el gallego o el valenciano —todas ellas lenguas que merecen y necesitan ese celo—, el castellano se dé por supuesto, como si su fortaleza fuera inquebrantable. Pero las lenguas no mueren de un día para otro: primero se les pone maquillaje ajeno, luego se las arrincona, y un día descubres que la palabra “descanso” suena anticuada, como el tocadiscos de tu abuelo.

Que Lola Índigo, reina del pop urbano, haya elegido “break” quizá no arrase las murallas del idioma por sí sola. Pero el gesto es sintomático: habla de un público joven al que se le ha vendido que lo extranjero es más “cool”, y de una industria musical que confunde cosmopolitismo con desarraigo. Si el escenario —ese altar laico donde late la emoción popular— ya no reverencia el castellano, ¿qué mensaje reciben quienes aprenden a nombrar el mundo a través de las canciones?

Defender el castellano no es levantar muros, sino recordar que nuestra lengua también sabe sonar moderna, sensual, afilada. Que “descanso” puede tener tanta fuerza poética como “break” si lo pronunciamos con intención. Que un idioma no se salva en las academias, sino en la boca de quienes cantan, escriben y aman con él. Si de aquí a veinte años el castellano fuera “la lengua de los mayores”, no habría que culpar al tiempo, sino a la frivolidad de quienes lo dejaron en el perchero para parecer más radiantes ante el espejo anglo.

Tal vez el verdadero break que necesitamos no es del trabajo ni de la música, sino de la inercia: una pausa para reconectar con el músculo vivo de nuestras palabras, esas que llevan siglos vibrando al compás de nuestras canciones y que, pese a todo, siguen dispuestas a sonar tan cool como el mejor estribillo del pop.

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